Cuando el sargento Gerry Boyle se define a sí mismo como el último de los independientes, ya sabemos lo suficiente acerca de él como para comprender qué quiere decir. El obeso policía responsable de Connemara, pequeño pueblito en la costa de Irlanda, ni se movió cuando vio cómo unos jovencitos irresponsables volaban en zigzag por la ruta hasta terminar estrellándose, salvo para confiscarles la droga que encontró en sus bolsillos; tampoco se privó de probarla (ni de tomar unas copas o divertirse con las chicas que lo visitan) aunque estuviera de uniforme y en horario de servicio. En él se concentran todos los estereotipos del agente corrupto del cine policial, y sin embargo es también el investigador perspicaz, el hijo que se desvela por el bienestar de su madre, el grandulón con alma de chico que se ha ido a pasar las vacaciones en Disneyworld y el único oficial que no se dejaría comprar por los traficantes aunque le prometieran cifras millonarias en dólares.
Por eso, precisamente, y aunque por su comportamiento y su sardónico sentido del humor nunca se sepa si es excepcionalmente inteligente o excepcionalmente tonto, lo elige como socio un agente del FBI que representa su exacta contracara. Hay un descomunal cargamento de cocaína a bordo de un buque en busca de puerto y un grupo de narcotraficantes esperándolo con los brazos abiertos. Es necesario impedir el desembarco.
No es, sin embargo, la trama lo que más importa en esta cáusticamente graciosa variación del género, sino un guión colmado de diálogos jugosos y, en especial, los personajes: el inolvidable policía pillo con el corazón de oro al que Brendan Gleeson enriquece con infinidad de matices y sugerencias (sus silencios y sus sonrisas apenas insinuadas son claves para el tono risueño que el film conserva aun en las escenas más sangrientas), y el culto funcionario afroamericano respetuoso de la ley y sus procedimientos con el que Don Cheadle exhibe su autoridad de comediante.
La visible química que hay entre los dos y el tono que impone el director debutante John Michael McDonagh con la ayuda invalorable del diseño de producción, la fotografía y la edición debe de haber influido para que cada integrante del elenco se comprometiera a estar a la altura de las circunstancias. No le habrá costado mucho a la estupenda Fionnula Flanagan, pícara y conmovedora como la mamá lectora de autores rusos, ni al temible trío de malvados -Mark Strong, Liam Cunningham y David Wilmot- que discuten sobre Nietzsche o Bertrand Russell y parecen escapados de un film de Tarantino: todos son bien conocidos.
Si la historia acusa alguna intermitencia y hay escenas que parecen incluidas un poco forzadamente (algo que también se percibía en otra notable muestra de la comedia irlandesa, Escondidos en Brujas, también con Gleeson, pero escrita y dirigida por el dramaturgo Martin McDonagh, hermano de John Michael), son flaquezas que no impiden advertir rasgos personales en el novel director (las obras que más parecen haber influido en él son precisamente aquellas que toma como objeto de su ironía). Tampoco impiden que el film resulte francamente delicioso.