Imposición y autoimposición de la condena.
A veces el mecanismo retórico empleado para narrar una historia se instituye de tal manera sobre el tema de base que la experiencia cinematográfica termina derivando hacia el terreno de una suerte de parque de diversiones en donde la visceralidad de los sentidos -por supuesto, con la vista como gran protagonista- constituye el carril asignado al espectador, marcando la amplitud de lo que se tiene para ofrecer. Estamos ante una de esas obras en las que el régimen formal impone su parafernalia sobre la dimensión del contenido, lo que en esta oportunidad funciona como una panacea ya que el tópico en cuestión, el Holocausto, ha sido tratado hasta el hartazgo desde la afectación lacrimógena y explícita, pensemos para el caso en dos ejemplos por antonomasia del rubro, La Lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), de Steven Spielberg, y Noche y Niebla (Nuit et Brouillard, 1955), de Alain Resnais.
El Hijo de Saúl (Saul Fia, 2015) se propone dos tareas en paralelo: la primera es retratar el trabajo de los Sonderkommandos, unas unidades especiales -conformadas por prisioneros de los campos de concentración- que se encargaban de guiar a las víctimas a las cámaras de gas, luego retiraban los cuerpos y finalmente los conducían a los crematorios; el segundo objetivo del film pasa por analizar de manera tangencial una de las pocas rebeliones contra las SS, evento ocurrido en octubre de 1944 en Auschwitz. El Saúl del título es uno de los tantos judíos “asistentes” de los nazis, dedicado a separar las pertenencias valiosas de los muertos y sacar los cadáveres. Un día el hombre descubre a un niño agonizando, ve cómo un alemán lo sofoca hasta matarlo y a partir de ese momento se fijará como misión rescatar sí o sí el cuerpo de los hornos y conseguir a un rabino para darle un entierro acorde a su fe.
Más allá del interrogante de fondo acerca de si el joven es en realidad su hijo o no, planteo que se va desdibujando a medida que evoluciona el derrotero del protagonista y se van acumulando los problemas, lo verdaderamente fascinante de la película está en su propuesta estética, sustentada en una serie de tomas secuencia a través de travellings en primer plano del rostro, la nuca y los hombros de Géza Röhrig, el encargado de interpretar a Saúl y máximo responsable del éxito del opus en su conjunto. El director László Nemes nos regala escenas maravillosas como la de las ejecuciones en el foso y la insurrección, construyendo un retrato ascético -símil Robert Bresson y Ven y Mira (Idi i Smotri, 1985), de Elem Klimov- de la maquinaria del genocidio y la obsesión masculina en general, esa que avanza enceguecida en pos de determinado fin y a expensas de todo lo que se cruce en su camino.
De hecho, allí mismo subyace el componente más interesante -y hasta cierto punto, más polémico- de El Hijo de Saúl, en el detalle manifiesto de que al protagonista no le importa en lo más mínimo el destino de sus colegas sublevados, salteándose sus requerimientos porque no constituyen más que estorbos en su periplo de redención alrededor del cuerpo del niño (se da a entender que Saúl no fue un buen padre ni mucho menos). Durante el film somos testigos de una lucha descarnada entre el contexto lúgubre del campo de exterminio y la voluntad individual, una contienda en la que termina imponiéndose ésta última porque el “castigo de afuera” nunca será igual de horrible que el autoimpuesto, debido a que somos dueños de nuestro cuerpo y nuestra psiquis para hacer con ellos lo que queramos, más allá del parecer e intromisión de terceros, llámense instituciones u organismos disciplinarios…