En la fábrica de la muerte
A diferencia del canon construido por tantas películas sobre Auschwitz, el film de Lászlo Nemes no trata de que el espectador sepa todo lo que sucedía en los campos –esa imposibilidad– sino que sienta lo que un prisionero podía experimentar.
Principal candidata al Oscar al Mejor Film en Lengua No Inglesa, la húngara El hijo de Saúl es una de esas películas que demuestran que en el cine (como en cualquier otro lenguaje artístico) el sentido lo da la forma. La historia en sí no difiere mucho de la de cualquier otro film de campo de concentración: mientras participa de un intento de fuga, un prisionero de Auschwitz se obsesiona con dar sepultura a un muchacho, cuyo asesinato a manos de un oficial nazi le tocó presenciar. En un típico film de campo de concentración –films que, como cualquiera sabe, constituyen un género propio, con su canon, códigos y rutinas– esas acciones se hubieran observado desde un punto de vista omnisciente, con la intención de transmitir al espectador la ilusión de conocer “toda la verdad” sobre los campos de exterminio del nazismo. En su ópera prima, el joven László Nemes toma, se diría, una única decisión (ya se verá que en verdad no es la única) que lo cambia todo: en lugar de abrir el encuadre lo cierra sobre el protagonista, de modo de narrar no exactamente lo que él ve (la cámara no se pone en el lugar de sus ojos, le apunta a la nuca) sino lo que siente. El resultado cambia radicalmente: no se trata ahora de que el espectador sepa todo lo que sucedía en los campos –esa imposibilidad– sino que sienta lo que un prisionero podía experimentar.Como explica en la entrevista que se reproduce aquí al lado, Nemes eligió como protagonistas a una clase particular de prisioneros: los sonderkommandos, judíos a los que se les daba trabajo a cambio de ciertos privilegios (ropa, comida), en la suposición de que conservarían la vida. Suposición que en muy pocos casos se cumplía. Saúl Aslander (Géza Röhrig, apropiadísimo en lo que podría llamarse “fatalismo expresivo”) trabaja en un crematorio. Su tarea consiste en conducir a los condenados a los hornos de gas, ordenar sus prendas, quitarles los objetos de valor, trasladar sus cuerpos, baldear la sangre una vez consumadas las ejecuciones. Un día, uno de los médicos (que también es prisionero) avisa a uno de los kapos que un muchacho aún respira. El kapo soluciona el problema expeditivamente, y a partir de ese momento Saúl, suponiendo o alucinando que ese muchacho es su hijo, intentará darle sepultura de acuerdo al rito judío, para lo cual deberá hallar un rabino. Al mismo tiempo, otros sonderkommandos preparan una fuga, para la cual cuentan con él, más interesado en el entierro que en la huida.Es verdad que el dispositivo fílmico del que Nemes echa mano –cámara al hombro, desplazamiento incesante del protagonista en ese laberinto material y simbólico a la vez, persecución implacable en largos planos-secuencia– tiene marca registrada y no le pertenece: es la de los hermanos Dardenne. Incluso el apretado arco temporal en que transcurre la acción –un día y medio– remeda las limitaciones cronológicas a las que los hermanos belgas suelen apelar. La diferencia consiste, en tal caso, en que Nemes apuesta a un desenfoque sistemático del segundo plano. De modo que todo aquello que Saúl ve, el espectador apenas intuye: cuerpos borrosos, movimientos, el rojo de la sangre sobre el piso. Eso que no se ve, el fuera de campo sonoro –trabajado con un grado de minucia y precisión que reconoce pocos antecedentes en el cine– lo repone: quejidos de los prisioneros, goteos, órdenes de los victimarios, algún grito. Lo demás es el color, o, mejor dicho, la falta de él. Todo es gris o pardusco, todo es sombras u oscuridad, todo está tiznado de suciedad y carbón. Carbón de fábrica: la fábrica que produce muerte, en pleno funcionamiento.