El exterminio del alma.
Es el año 1944, Saul es un prisionero judío-húngaro en Auschwitz -miembro de los Sonderkommando, es decir prisioneros que trabajan en las cámaras de gas limpiando y sacando los cadáveres- y que al encontrar el cuerpo de un niño decide esconderlo para luego enterrarlo, en vez de incinerarlo con el resto de los cadáveres.En medio del horror Saul se empecina en cuidar el cuerpo del niño como si fuera su propio hijo, haciendo tratos con el forense -otro prisionero judío obligado a trabajar para los nazis- y pasando por toda clase de dificultades para encontrar un rabino que pueda darle sepultura. Nada hay de humanidad en el lugar, los soldados son monstruos, y en el medio del horror incluso los mismos compañeros se maltratan.Sin demasiados golpes bajos, las imágenes hablan por sí solas y son terribles. De forma intimista la cámara sigue de cerca a Saul reflejando no solo sus expresiones de dolor sino también todo el horror que contempla, y el modo en que se aferra a ese nene como si fuera lo último que queda de inocencia o de esperanza.Ya se hicieron muchas películas sobre el holocausto, pero esta tiene una mirada diferente, no hay grandes fotografías del dolor, ni escenas monumentales, ni se alecciona al público; es la historia en particular de un prisionero, y podemos ver sin filtro a través de sus ojos.Las escenas son despojadas, casi documentales, realistas, difíciles de ver, hay pocas escenas donde no se vean cadáveres, lo que puede resultar un poco morboso. Géza Röhrig construye una interpretación maravillosa, llena de silencios, con una cara que lo dice todo.El relato es denso y duro, se hace bastante difícil de seguir, y el filme resulta demasiado largo. La película no da respuestas, ni reflexiona sobre como han llegado a ese estado de colaboración forzosa, simplemente muestra una historia, a la que es imposible serle indiferente o salir del cine sin pensar en lo que hemos visto.