Desamor en el castillo de la elegancia
El regreso de Paul Thomas Anderson a la dirección viene a cerrar una suerte de trilogía conceptual acerca del poder ejercido por hombres tan misteriosos como egoístas, léase tres obras maestras -cuyo horizonte artístico pasó indudablemente por el cine del extraordinario Stanley Kubrick- que apuntaron a analizar el conjunto de consecuencias derivadas del accionar de estos “caudillos” de diferentes ramas del capitalismo: mientras que Petróleo Sangriento (There Will Be Blood, 2007) ponía el acento en la ruina familiar y ética de un magnate de los hidrocarburos a través de la conexión con su hijo adoptivo y con un joven pastor religioso, y The Master (2012) examinaba el mecanismo de cooptación -vía una seudo amistad- por parte de uno de los primeros líderes new age del Siglo XX para con un veterano alcohólico de la Segunda Guerra Mundial, hoy en El Hilo Fantasma (Phantom Thread, 2017) tenemos una historia un poco más optimista que aquellas pero igual de impiadosa y obstinada en su retrato del vínculo romántico entre un modisto de alta costura y una muchacha que nos relata/ comenta con dulzura dicha relación de forma retrospectiva.
La trama se sitúa en la Londres de la década del 50 del siglo pasado, urbe dominada en el mundo de la moda por Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), un genial diseñador de vestidos para la alta burguesía y la realeza europea -inspirado en Cristóbal Balenciaga- con una vida un tanto abúlica en función del hecho de que sus férreos rituales cotidianos, su necesidad de silencio absoluto y su dialéctica de trabajo y trabajo sin cesar lo son todo para él, lo que repercute en sus aventuras amorosas. Ya en las primeras escenas vemos cómo ningunea a su compañera de turno, Johanna (Camilla Rutherford), ante un reclamo de ella por falta de atención. Finiquitado el enlace con la mujer y aceptando el consejo de visitar la campiña por parte de su hermana Cyril (Lesley Manville), con quien vive en una mansión/ taller, allí mismo, en las afueras de la capital británica, Woodcock conoce a Alma (Vicky Krieps), una camarera de un restaurant a la que de inmediato invita a una cita. De manera algo caótica la chica, bastante más joven que él, se transformará a la vez en su amante, su amiga, su musa, su modelo, su asistente y hasta en una más dentro del staff de costureras.
Pronto Alma se muda con Reynolds y Cyril al “castillo de la elegancia” de los hermanos y aunque al principio debe lidiar con cierta aspereza cortesía de esta última, la relación con su cuñada tácita irá mejorando de a poco. Lamentablemente el camino inverso es el que ella atravesará con Reynolds, porque la fascinación a raíz de la inventiva y el enigma detrás de este monarca de la indumentaria dejará paso a una desilusión debido a las demandas maniáticas del susodicho en lo que respecta a la no interrupción de su jornada laboral, el mantenimiento de sus rutinas a toda costa y la exigencia de un respeto inquebrantable frente a una pasividad a ojos de Alma -creatividad sigilosa desde el punto de vista de él- que roza constantemente el maltrato por indiferencia/ desidia/ apatía hacia su contraparte romántica. El guión, firmado por el propio Anderson con una ayuda importante de Day-Lewis, hoy en su último rol en cine luego del anuncio de su retiro de la actuación, está apuntalado en varias de las marcas registradas de siempre del realizador: por un lado tenemos situaciones de una frialdad maravillosa a lo Kubrick que examinan el juego de influencias recíprocas en la pareja, y por el otro lado está la disposición inconformista de los diálogos y la narración de Alma en pantalla y/ o en voice-over, un acervo que se mueve entre el naturalismo de John Cassavetes y los remates más imprevistos o desconcertantes símil Robert Altman.
Sin embargo, a decir verdad la realización nos ofrece una experiencia exquisita ahora más que nunca sustentada en un imaginario nostálgico que asimismo nos retrotrae hacia un período previo del séptimo arte, entregando en primera instancia una lectura más contenida de aquellos gloriosos melodramas rosas e hiper preciosistas de Douglas Sirk, como por ejemplo Sublime Obsesión (Magnificent Obsession, 1954) e Imitación de la Vida (Imitation of Life, 1959), y recuperando en segundo término -y en especial- la ironía extremadamente aguda y malsana de clásicos inoxidables acerca de artistas más o menos enajenados y con problemas para relacionarse con su entorno, en sintonía con La Malvada (All About Eve, 1950), de Joseph L. Mankiewicz, El Ocaso de una Vida (Sunset Boulevard, 1950), de Billy Wilder, y Las Zapatillas Rojas (The Red Shoes, 1948), de la dupla compuesta por Michael Powell y Emeric Pressburger. Aquí Anderson baja a tierra toda la fastuosidad de las anteriores, sustituye a las figuras del espectáculo por uno de sus “proveedores de magia” por antonomasia, nada menos que un adalid de la moda, y enfatiza un tono bastante más tierno que el de sus propuestas de antaño; planteo que por cierto nos permite olvidarnos de su opus previo, Vicio Propio (Inherent Vice, 2014), un retorno fallido al policial negro de Vivir del Azar (Hard Eight, 1996) que se caía a pedazos por un metraje demasiado extenso.
Dicho de otra forma, en El Hilo Fantasma Anderson vuelve a colaborar con el gran Jonny Greenwood como compositor de la banda sonora (así como en los instantes de quietud disfrutamos del piano, la tensión en escenas cruciales se mantiene alta a través de cuerdas sublimes) y el cineasta en persona se hace cargo de la hermosa fotografía en reemplazo de Robert Elswit (su director de fotografía habitual no estaba disponible durante la producción del film), no obstante el pulso narrativo y la estética de la película en su conjunto resultan más delicados y detallistas que sus homólogos de Petróleo Sangriento y The Master porque, como señalábamos con anterioridad, el sustrato familiar y “entre correligionarios” de aquellas en esta oportunidad mutó en amor/ desamor, logrando en el trajín que tanto Day-Lewis como Krieps -y también Manville, sin lugar a dudas- nos regalen un desempeño admirable gracias a miradas, posturas y palabras acentuadas con maestría. El trasfondo criminal asimismo regresa aunque atenuado y rearticulado dentro de la necesidad de afecto de Alma, cuando promediando el relato ella intoxica a Woodcock con una pequeña dosis de hongos venenosos, como si se tratase de una versión menos fatalista de las protagonistas de Defraudadas (The Beguiled, 1971), de Don Siegel, con el objetivo de “forzar” una de las crisis depresivas de Reynolds y conseguir que él dependa de ella durante su convalecencia.
Quizás la mayor riqueza del convite la encontramos en su entramado conceptual, ya que la película habilita diversas interpretaciones según la perspectiva del espectador en cuestión: el film puede ser leído como una parábola de una figura hegemónica que esculpe a su imagen y semejanza un compañero/ cofrade para que mitigue la soledad del poder, también podemos pensar en un típico romance forzado en el que las diferencias entre las partes son más numerosas que los puntos en común, otra exégesis pasa por los vicios absolutistas, sádicos y autoindulgentes de los artistas, la crónica de los sinsabores de la convivencia más mundana es otra opción interpretativa, así como la apología de un “Dios devorador” que carcome los ideales de júbilo, y finalmente nos queda el retrato de las miserias y bondades de las faunas masculina y femenina (para él Alma no está al nivel de su madre fallecida, le cuesta mucho renunciar a su carácter dominante y a sus ojos el amor se ubica unos cuantos peldaños debajo del quehacer, del que definitivamente obtiene muchas más satisfacciones personales; y ella por su parte se muestra bastante ingenua abrazando moldes sociales preconcebidos sobre el cariño en la pareja y cuando -más adelante- comienza a dejar de lado esa triste adaptación vinculada al desencanto para contraatacar y así ganarse en serio su devoción, recae en mecanismos un tanto extremos como el episodio de los hongos y el genial “acuerdo” del desenlace, ya cuando la lógica contradictoria compartida deriva en una nueva fase del entendimiento). El director recupera toda su prodigiosa fuerza creativa en El Hilo Fantasma y hasta se permite momentos de incomparable y melancólica belleza como el sueño de Woodcock con su progenitora y la secuencia del año nuevo, enmarcada en una fiesta monumental que parece citar a las que pergeñó el malogrado Michael Cimino para El Francotirador (The Deer Hunter, 1978) y La Puerta del Cielo (Heaven's Gate, 1980). Entre un clasicismo sutilmente revulsivo y la convicción de porfiar en pos de la obligación de revalidar el afecto con el transcurso del tiempo, el opus de Anderson unifica pasado y presente para construir una epopeya del corazón en donde la adultez de los sentimientos y de las reacciones humanas constituye el principio rector de la trama, a su vez punta de lanza de un cariño real, uno empoderado por un lado en un antimaniqueísmo hollywoodense sin frenos y por el otro en la angustia masoquista del que debe ceder para amar a su prójimo…