La tranquilidad y parsimonia de una vida chata y sin sorpresas del hobbit Bilbo Baggins es arrancada de su calma chica cuando el mago Gandalf lo suma a la aventura: recuperar Erebor, el reino de los enanos conquistado y arrasado por el dragón Smaug décadas atrás. Acompañado por trece descendientes de los que sobrevivieron a esa terrible desolación Bilbo deberá atravesar la tierra del Este antes de emprender la batalla definitiva para recuperar el trono perdido. Pero los túneles de los goblins esconden un personaje y un objeto que cambiarán el destino de toda su familia: Gollum y su preciado anillo dorado.
Nada justifica que un único libro haya sido estirado hasta límites exagerados para lucrar tres (!) veces con el público amante de las historias de Tolkien. Ni los 48 cuadros por segundo, ni la calidad de imagen, ni las tres dimensiones. Los avances tecnológicos siempre son celebrados, en tanto y en cuanto estén a disposición de la historia a contar y no como meras herramientas para capturar audiencia.
El Hobbit bien podría haberse contado en dos partes (hecho que incluso ya había generado cierto resquemor dentro de los fanáticos más acérrimos de su original literario): su transformación en una innecesaria trilogía es simple y puro marketing. Dicho esto, nada opaca la factura técnica de esta nueva película de Peter Jackson, impecable por donde se la mire. Desde los efectos visuales, la fotografía y la banda sonora, no hay un resquicio por donde se cuelen fallas. A excepción claro de lo anteriormente mencionado: se notan con claridad aquellas escenas en donde el realizador debió agregar levadura de más para inflar y estirar la acción y crear (con menos material del necesario) casi nueve horas de un relato que bien podría haberse narrado en la mitad de tiempo.