El hombre de acero (Man of steel, Zack Snyder, 2013)
Como rompe
Lo que en Superman (1978) se mostraba en unos diez minutos, acá se demora cerca de una hora. La destrucción de Kriptón y sus formas de vida, la existencia de ese mundo lejano, todo aquello que quedaba libre a la imaginación del espectador, queda aquí expuesto en una introducción poco interesante, más bien predecible e intercambiable con otras. La civilización que consumió los recursos naturales del planeta hasta destruirlo. El nacimiento del niño que significará el legado de una raza extinta. Su envío a la Tierra. Una vez llegado a su nueva casa, el hombre ya crecido que se pregunta la razón de su existencia, que salva mucha gente porque claro, es muy bueno, pero sigue sin entender aún qué tiene que hacer en la vida. Por fin aparece el padre, o una imagen holográfica de su verdadero padre y le explica otra vez todo lo que ya vimos al principio, y algunas cosas más. Simultáneamente a la comprensión de sí mismo y de la dimensión de sus poderes aparecen los malos (por suerte hubo una sincronización), esos tres villanos escapados de Kriptón y que recién comenzaban a molestar y a querer dominar la Tierra en Superman 2 (1980) son aquí unos cuantos más –como ocho–, pero para entonces ya el espectador está demasiado aburrido. Superman no hizo nada para ganarse su simpatía, el conflicto se demoró mucho, y tanta explicación y justificación empiezan a volverse molestos.
Luisa Lane –Amy Adams, quizá la mejor del reparto– ya demuestra en su primer diálogo que es una mujer resuelta y que se enfrenta a un mundo de hombres utilizando un lenguaje de camionero –una muestra de feminismo mal comprendido, por el cual se adoptan los mismos vicios que se critican–. Cuando llega la primera mitad de la película, la cosa ya empieza a moverse, y de qué manera. El director Zack Znyder (300, Sucker punch) apuesta a la ruptura de tímpanos –cada vez que Superman sale volando suena un estruendo- al diálogo grandilocuente y a la destrucción edilicia: algo así como una cincuentena de rascacielos son destruidos durante la película aunque nunca se ve morir a los civiles cuando los edificios caen (es increíble como la censura desde la transmisión televisiva de los atentados del 11 de septiembre del 2001 se ha mantenido inalterada). Con tanta acumulación de destrozos sin ningún respiro, uno deja de sentirse impactado por los efectos, deja de preocuparse por las posibles pérdidas, y hasta se olvida de cuáles villanos fueron abatidos y cuáles no. Los malos no escapan al estereotipo y no parecen esconder dimensión emocional alguna.
Eso sí, hay alguna pelea callejera –a trompada limpia y a toda velocidad entre seres superpoderosos que vuelan y atraviesan cosas– que parecería no tener precedentes en cuanto a contiendas filmadas. Las escenas de vuelo respiran libertad y los efectos visuales en general están muy logrados – mejor que así fuera, hubo 225 millones de dólares volcados–, pero cuánto bien le hubiese hecho a esta película un mínimo de sustancia, y algo de aire entre demolición y demolición.
Publicado en Brecha el 21/6/2013