Ronquidos en la sala
Es difícil expresar en palabras objetivas el aburrimiento extremo al que es capaz de conducir esta película. Es verdad que hay tantas subjetividades como espectadores y que el director tailandés Apichatpong Weerasethakul ha sido venerado por buena parte de la crítica internacional, que desde hace años cosecha estatuillas como pocos, y que esta película (o lo que sea) se llevó nada menos que la palma de oro en Cannes. Que los espectadores partidarios del cine más moroso, de Albert Serra y Sokurov, de Bela Tarr y Kiarostami, se maravillarán con las dos interminables horas de cripticismo, paisajes selváticos, diálogos monotonales y discontinuidad narrativa que ofrece Apichatpong en ésta, su última entrega.
Pero de todos modos es difícil evitar preguntarse qué cuernos pasa por la cabeza de tantos exegetas creyentes en la grandeza de este director. Se habla de una experiencia sensorial única, de significados elevados e inaprensibles, de que para conectar con el cine de Weerasethakul hay que fluir junto a él. Es verdad que el hombre demostró tener talento alguna vez, que logra postales bonitas –quizá un puñado de fotogramas de Tropical Malady- y que de vez en cuando tiene buenas ideas –la primera mitad de Syndromes and a century tenía una estructura narrativa muy curiosa- pero digamos que hay unos cuantos a los que no nos llega mucho el rollo místico y que quedamos totalmente por fuera de su magia hipnótica y su subyugante poderío audiovisual.
Es una pena que el director busque con tanto ahínco y falta de discreción la poesía en cada una de sus exhalaciones, que enfoque la selva con el detenimiento de un autista, que su hermetismo suene tan rebuscado y que tenga tan poco para decir (aquí sus defensores aducirán que sus películas dicen muchísimas cosas, aunque se vean en dificultades de explicar exactamente qué es eso que les dice). El consagrado director creció y maduró en la selva, y de ahí su vocación contemplativa y su fascinación por ella. Pero hay espectadores a los que la selva por sí sola no nos dice demasiadas cosas, y que nos gustaría que nos condujesen hacia conceptos un poco más concretos sobre la inescrutabilidad de la muerte, el azar, las dimensiones paralelas o las vidas múltiples.
Pero a no equivocarse, Weerasethakul es un genio. A los 45 minutos de comenzada su Blissfully yours insertó de forma impredecible los títulos de crédito; una sesuda hazaña, casi rupturista. A la mitad del metraje de esta obra maestra (mejor que deje de leer el lector interesado en las “sorpresas” guionísticas) una princesa es fornicada por un pescado, en una escena de indefectible vuelo cinematográfico. Y sobre el final los personajes se desdoblan, multiplicándose y comenzando a vivir dos realidades simultáneas… pero cómo se le habrá ocurrido. Sin dudas, una mente incansable, desbordante de creatividad.