Melancolías del Music Hall
Quizás pocos lo recuerden pero hace ya siete años nos topábamos de improviso con la que se convertiría en una de las películas animadas más queridas de la década, Las Trillizas de Belleville (Les Triplettes de Belleville, 2003), aquella obra surrealista, kitsch, muda y de corazoncito retro comandada por el enajenado Sylvain Chomet. La carrera posterior del cineasta estuvo marcada por una serie de proyectos frustrados por razones de variada índole: primero se vio obligado a cancelar Barbacoa debido a la escasez de recursos, luego fue expulsado por la Universal Pictures de Despereaux- Un Pequeño Gran Héroe (The Tale of Despereaux, 2008) a causa de desavenencias creativas y finalmente, sin trabajo, no le quedó otra que desmantelar Django Films, su estudio de animación ubicado en Edimburgo.
Sin embargo supo abrirse camino entre tantas dificultades y hoy podemos disfrutar de su segundo largo como director, El Ilusionista (L´Illusionniste, 2010): hablamos de una propuesta basada en un guión que Jacques Tati dejó sin realizar, circunstancia que le otorga un aura insólita al convite no tanto por los homenajes explícitos (que por supuesto los hay) sino más bien por las diferencias para con los rasgos generales que cabrían esperar (en función de aquellos seis opus históricos). De hecho, Chomet se despega a conciencia del humor visual sustentado en meticulosas coreografías y se centra muchísimo más en una anécdota minúscula, la amistad entre un mago y una adolescente, con el fin de retomar la crítica a una sociedad consumista que se muestra indiferente a la suerte de sus miembros.
Nuevamente tenemos a nivel formal todas las características de Las Trillizas de Belleville: personajes lánguidos y de trazo artesanal, fondos oscuros pero plagados de colores pasteles, utilización sutil y no invasiva del 3D, pluralidad de rostros con facciones caricaturizadas y ciertos pormenores de un inusitado realismo. El protagonista, una representación directa de Tati, ve peligrar su medio de subsistencia frente al avance masivo de productos típicos de la modernidad del Siglo XX como el pop y la televisión. Después de encontrar en una comunidad aislada de Escocia a una joven de condición humilde, la chica lo acompaña en un derrotero en donde la pobreza, la frustración y las melancolías varias del Music Hall son las verdaderas estrellas (así ventrílocuos, payasos y equilibristas sufren también el olvido).
Satirizando el supuesto “progreso material” que nos llega en envases tan antisépticos como insípidos, Chomet cita con inteligencia a Mi Tío (Mon Oncle, 1958) y respeta a rajatabla el legado del cómico francés aunque al mismo tiempo subvierte nuestras expectativas acercándolas al cine de Charles Chaplin, de quien el propio Tati era un devoto admirador. El Ilusionista es una creación de una belleza arrolladora que se rebela contra la animación mainstream estadounidense. Con un ritmo narrativo sosegado y un tono entre tierno y distante, el film debe ser leído como una comedia dramática silente que no busca impostar sonrisas y/o complacer a los oligofrénicos de siempre: estamos ante un retrato sincero de un fracaso construido a partir de detalles líricos en los que el declive suprimió toda magia.