Luis Estrada, cuyo film es el tercer capítulo de una trilogía satírica, mordaz , provocativamente humorística y al mismo tiempo desgarradora, sobre el estado actual de México en plena guerra contra el narcotráfico, no anda con medias tintas al pintar el caos demencial en que se ha convertido un país en el que todos son víctimas y victimarios. Nadie es inocente en su visión; no hay buenos y malos: la corrupción es generalizada. Los representantes del poder, de cualquier poder, y los narcotraficantes, los que se venden, comercian y matan para ellos, los jueces y los policías, los políticos y los religiosos, los postergados a los que solo les queda el camino del crimen para subsistir, las mujeres que se venden al mejor postor, los que traicionan, los cómplices, los que ven morir a sus familias y los que entierran a sus hijos: todos bailan la misma danza al compás del dinero.
No hay buenos y malos; hay malos y peores y ninguna esperanza. El panorama es desgarrador y sin perspectivas de salida: el escepticismo reina. "Nada que celebrar", rezaba en el afiche del film el graffiti al pie del cartel de México alusivo al bicentenario mexicano, época en que se lo dio a conocer. Nada que celebrar, salvo que un film tan brutal, tan ferozmente violento y tan desbordado de humor negro y agrio operara el efecto de una catarsis -como parecería proponerse Estrada- y empujara a cada uno a reflexionar sobre el camino que ha emprendido su país (México no es el único embarcado en esta vía hacia la autodestrucción) y sobre el análisis que se hace indispensable para encontrarle un remedio.
Puede o no descreerse de ese sano propósito, aunque de todos modos lo que más se destaca en el realizador es su visible y copiosa habilidad para cautivar al público, entretenerlo de punta a punta, hacerlo reír, pintar a sus personajes de manera que pueda distinguirse entre los asesinos simpáticos y los asesinos villanos y satisfacerlo con algunos oportunos remates de la trama, lo que explica el gran éxito que la película obtuvo a la hora de los premios y en su brillante carrera comercial.
Habrá quien piense que el film pudo haber abordado el gravísimo problema con menos insistencia en seducir al público con sus apuntes satíricos o su profusión de violencia gráfica y con mayor dosis de sutileza y también con mayor voluntad de profundizar en las antiguas y complejas raíces de la cuestión para llamar la atención sobre la necesidad de un serio debate. Si bien hay que reconocer que la visión guiñolesca de Estrada, aun con su buscada exageración, resulta demasiado próxima a la realidad como para invitar a la evasión.
La historia sigue los pasos de El Benny, desde que es deportado de los Estados Unidos después de 20 años de vivir en la ilegalidad. Al Sur de la frontera, encontrará que las cosas están infinitamente peor. Algunas: que su hermanito menor ha sido asesinado no sin antes haberse integrado al mundo narco y ser rebautizado El Diablo; que tiene una viuda sexy y prostituta y un sobrino adolescente a los que adopta como familia; que muchos amigos (en especial el Cochiloco) trabajan para los narcos, que en la zona comandan dos hermanos antes socios y hoy embarcados en una guerra a muerte; que la violencia no deja de incrementar las montañas de cadáveres y que la corrupción llega a todos los niveles, incluida su propia mamá. Por supuesto no tardará en sumarse a ellos aunque no es -no lo era hasta ahí- un tipo violento. Pero tras breve tiempo y muchas traiciones, asesinatos, venganzas, torturas y sangre, ya andará de traje blanco, con un arma en la cintura y el inseparable Cochiloco a su lado. Un film de mafia a la mexicana, con ciertos toques de Tarantino, infinita violencia, mucho humor negro y un ritmo que Estrada sostiene firme de punta a punta.
Un gran mérito para destacar en él es su dibujo de personajes secundarios y su excelente dirección de actores, con puntos destacables en Damián Alcázar (El Benny), Joaquín Cosio (Cochiloco) y Ernesto Gómez Cruz (Reyes el implacable jefe narco).