Sobre las reyertas fratricidas
La fórmula que utiliza el director y guionista Ziad Doueiri en El Insulto (L’Insulte, 2017) es tan antigua como la humanidad, léase la de los vecinos o hermanos que comienzan una guerra por una disputa banal, aunque la intención de fondo del libanés es trasladarla a los mil problemas étnicos/ religiosos/ culturales/ políticos que atraviesan todos los estados de Medio Oriente, una estrategia que por cierto ya fue empleada en otras oportunidades pero pocas veces con la eficacia de la presente obra. Dicho de otro modo, el cineasta le saca lustre a una premisa antiquísima y la encauza hacia una entonación localista, inspirándose a su vez en un incidente personal similar al que provoca la batahola de acontecimientos de la película, uno que él mismo protagonizó con otro hombre por un desagüe de un balcón que evacuaba en la vereda y que mojó su ropa de repente, generando una acalorada discusión.
Por lo general el rubro de las reyertas fratricidas y contiendas semejantes se concentra en los pantallazos cinematográficos contemplativos, no obstante el opus en cuestión abraza de lleno las herramientas retóricas de Hollywood (un montaje muy dinámico, tomas cortas, utilización de música incidental melosa para enfatizar momentos específicos del relato, preeminencia casi total de los rostros de los actores, etc.). Esta semblanza descriptiva de lo que ocurre en el Líbano, y por extrapolación en el resto de la región, deja en claro que la nación puede ser homologada a un polvorín… justo como la Argentina, aunque por razones distintas vinculadas en nuestro caso a la mediocridad de la dirigencia política y la mega ignorancia del pueblo que la vota. Cualquier detalle trivial puede originar -y de hecho, ser utilizado- para exacerbar un sinfín de conflictos enquistados desde hace muchísimos años.
El eje pasa por ese agravio al que hace referencia el título, uno que se desencadena a raíz de una situación insignificante cuyos extremos son Tony (Adel Karam), un mecánico libanés que milita en el Partido Cristiano de Beirut y tiene una esposa embarazada, y Yasser (Kamel El Basha), un palestino que se dedica a la construcción y vive en un campo de refugiados de la misma ciudad. Un día le cae agua en la cara a Yasser y así descubre que un desagüe del balcón de un departamento da en el medio de la vereda, algo prohibido por ley. Cuando se queja ante el dueño, Tony, éste le cierra la puerta de manera cortante y Yasser comienza a reformarle el desagüe “de prepo”, a lo que el otro hombre responde rompiendo las modificaciones. El asunto provoca el mencionado insulto de Yasser a Tony, punto de partida de un pleito judicial cuyas esquirlas incendiarán a las familias y trabajos de ambos.
Doueiri, uno de los camarógrafos del Quentin Tarantino de la década del 90 (dicho sea de paso, el único que vale la pena), va magnificando la ambición a medida que transcurren los minutos y el conflicto se convierte en una batalla épica con resonancias en los medios de comunicación a nivel nacional, lo que nos deja con una primera mitad excelente de planteo macro y una segunda parte digna que cae en algunos clichés de los courtroom dramas, pero siempre manteniendo el interés del espectador vía una atrapante disputa dialéctica en pos de alzarse con el cetro de la “víctima suprema” de la región y condenar al otro al rol del “verdugo homicida y demente”. Si bien el realizador inclina ligeramente la balanza hacia el lado palestino, y por supuesto que no se lo puede culpar considerando las penurias cíclicas del pueblo en cuestión, su epopeya es muy atractiva porque sirve para ilustrar la bola de nieve de venganzas recíprocas de Medio Oriente y los diferentes actores sociales/ económicos/ corporativos que se benefician con su crecimiento escalonado y sin freno… con los políticos, los grupos de choque y los abogados como los parásitos más horrendos.