La destrucción familiar
A la par de las otras óperas primas norteamericanas que pudimos ver recientemente, Ingrid Goes West (2017) de Matt Spicer y Thoroughbreds (2017) de Cory Finley, El Legado del Diablo (Hereditary, 2018), debut del realizador y guionista Ari Aster, es también una propuesta muy interesante que hoy por hoy se sirve de una fórmula antiquísima del cine de terror -vinculada al pesar por la pérdida del ser querido, la clásica sesión espiritista y la dialéctica de las posesiones- para trastocarla sutilmente desde el apartado formal con el objetivo de brindarle al espectador un soplo de aire fresco. Dicho de otro modo, el director opta por conservar los resortes de siempre del subgénero sobrenatural pero los despoja de los artificios insoportables del mainstream de nuestros días y asimismo los combina con un desarrollo pausado, meticuloso y atento a la sensibilidad de los personajes y las durísimas transformaciones psicológicas que van experimentando a lo largo de un relato de una gran carnadura, capaz de entrelazar nervio pulsional, tragedias varias y un verosímil muy astuto.
Definitivamente el elemento aglutinador del film es la destrucción familiar, la cual aquí aparece bajo la forma de un enemigo interno que termina corrompiendo a toda la parentela gracias a una manipulación enraizada en secretos de un pasado lacerante. El fallecimiento de Ellen Taper Leigh a los 78 años constituye el inicio de la trama: conocida como una mujer fría y reservada que a su vez arrastró tras de sí una verdadera catarata de suicidios y muertes de distinta índole entre los miembros del clan, a la susodicha la sobrevive su hija Annie Graham (Toni Collette) y su prole, léase su esposo Steve (Gabriel Byrne) y los dos hijos del matrimonio, el adolescente Peter (Alex Wolff) y la nena freak de 13 años Charlie (Milly Shapiro), sin duda la persona más apegada a Ellen. Justo cuando la convivencia volvía a la normalidad, Charlie perece en una salida con Peter, quien debe abandonar una fiesta para llevarla en auto a un hospital -producto de una asfixia por alergia- y así termina decapitándola accidentalmente contra un poste cuando la niña saca la cabeza por la ventana.
Mientras que las esperables apariciones de las finadas no tardan en suscitarse de manera esporádica en el caserón bucólico de los Graham, Annie de a poco conoce a Joan (Ann Dowd), una mujer que dice recordarla de asistir a reuniones terapéuticas para allegados de individuos que han fallecido: pronto la convence de presenciar una invocación espectral en lo que será el puntapié para que una Annie algo “inestable” intente conjugar a Charlie en su propio hogar con la colaboración de Steve y Peter. Por supuesto que los resultados son desastrosos y a pesar de que las copas movedizas y el fuego autoinducido transformarían en creyente hasta al más cínico, cuando la matriarca tome conciencia de lo hecho ya será tarde para revertirlo porque el acoso será absoluto. Como decíamos antes, Aster demuestra un inusitado virtuosismo ya que consigue aprovechar con inteligencia y circunspección la premisa -vista hasta el cansancio en una infinidad de opus similares- volcándola hacia un costumbrismo tan prodigioso como fatalista y apesadumbrado que exprime cada situación.
En vez de impostar el suplicio que atraviesan los personajes y recurrir a latiguillos huecos para rápidamente pasar a los sustos cronometrados de siempre de ese horror comercial facilista de la década del 80 al presente, el cineasta se inclina por lo que podríamos definir como una suerte de artesanía melodramática que ejercita su fortaleza a través de los detalles, los datos al paso y los callejones sin salida con los que Annie y los suyos se topan en el fluir de la pesadilla, ahora articulada al devenir narrativo en su condición de ardid orientado a encauzar -o a veces sublimar- el dolor tanto por el óbito como por las cuentas pendientes y la desconfianza mutua. Lo curioso del caso es que a la película no se la puede enrolar dentro de la vertiente indie del género ya que resulta demasiado clasicista en su idea de unificar por un lado la encerrona desesperante de El Bebé de Rosemary (Rosemary's Baby, 1968) y por el otro la obsesión con mantener un contacto con lo supraterreno de A Dark Song (2016) y aquel paganismo excelso y ascético de La Bruja (The Witch, 2015).
Como en este último par de representantes contemporáneos del rubro paranormal y/ o satánico, El Legado del Diablo pone el acento en la dimensión humana del pánico, el alcance de las creencias de cada individuo -sean estas del tenor que sean- y cómo terceros desde un control subrepticio aunque poderoso pueden llegar a torcer la voluntad para que los que ponderan su autonomía terminen comportándose como esclavos inconscientes al servicio de entidades con una agenda bien maquiavélica; lo que desde ya trae a colación uno de los engranajes favoritos de los thrillers sobrenaturales, hablamos de la inversión de roles y la manifestación de un mundo patas para arriba como corolario de un “exceso de amor propio” que impide ver al enemigo oculto en el umbral doméstico. Con actuaciones brillantes de Collette, Byrne y Dowd, el film ofrece un desenlace y una experiencia general memorables que así como subrayan que todo sacrificio para serlo necesita de sangre y lágrimas, de igual forma las recompensas para los devotos parecen ser muy satisfactorias…