El libro de imagen, la nueva película que Jean-Luc Godard presentó con éxito en Cannes (ganó la primera “Palma de Oro especial” de la historia del festival), es otro ensayo en forma de collage en el que imagen y sonido reconfiguran su sentido a partir de sus encadenamientos.
Pero el cineasta legendario de la Nouvelle Vague esta vez pareciera aprovechar la sucesión temática para vaciar las imágenes de contenido, como otra forma de aggiornamiento a los tiempos que corren. Algunos planos son fáciles de reconocer y forman parte de clásicos del cine o de películas anteriores de Godard. Muchas otras son indescifrables. El cuantioso material de archivo lleva ese sello audiovisual de las películas de los últimos años de JLG, que una vez más juega con la edición, las distintas texturas de los formatos audiovisuales y un sentido del humor disruptivo.
Al comenzar, Godard está obsesionado con las imágenes de manos (y son como dedos los cinco capítulos que, de alguna manera, estructuran la narración de toda la película), ponderando tal vez el trabajo artesanal. Luego aparece el movimiento con un enorme grupo de imágenes de trenes.
Más adelante llegarán las armas, en algún momento se hablará de la ley y, sobre el final, el capítulo más extenso está dedicado a la mirada occidental, que pareciera implicar la negación, de la cultura árabe.
La voz en off de JLG guía a lo largo de buena parte del camino al espectador, que no por eso obtiene de él demasiadas explicaciones.
El espíritu de El libro de imagen no tiene que ver con Godard aclarando sus imágenes, por más que él se la pase bajando línea. Pareciera ser suficiente para el cineasta que el público se enfrente con ese collage babilónico propuesto en pantalla. Por momentos, la sensación que transmite esa sucesión deslumbrante de imágenes y palabras es la de estar stalkeando las redes sociales de JLG a lo largo de una hora y media.