El llanto: Un ciclo infinito de soledad y espera.
Silencioso, constante y rutinario; el tiempo se percibe como el rodar de un ciclo sin fin ni principio que pueblan como sonámbulas las mujeres de este paraje perdido en huellas y horizontes.
El film de Hernán Fernández narra el día a día de una mujer sola en su casa, que espera y desespera en un silencio cargado, pesado como los nubarrones que a lo largo del film prometen una tormenta y que solo quedan allí pendiendo de un cielo tan amplio como los amplios plano de Constanza Sandoval, directora de fotografía.
Sonia está sola, mientras que Elías su esposo, trabaja en la lejana ciudad para ese hijo que se adivina en la panza de la mujer. Aquí todos están en esa imprecisa situación de estar entre otros, eso sí pocos, y a la vez tan solos. Para esto el director se servirá de planos de un campo pobremente intervenido por el hombre que aunque verde se asemeja a un desierto, de iglesias olvidadas como depósitos y robóticas rutinas realizadas con el desgano de la mente ausente. Es una historia mínima, la de Sonia, la su suegra y Elías; una que ya comenzó cuando llegamos y dejaremos cuando el director decide apagar la cámara, con apenas un llanto quedo, un silencioso nada.
La propuesta de Hernán Fernández (también director) y Franco Scappatura es una narración que se cuece en las acciones, ordenadas, repetidas y austeras de un grupo que convive con la soledad y las distancias, tanto físicas como afectivas de los protagonistas. Es un repaso, somero de almas que parecen atrapadas en un limbo donde Dios y sus terrenales representantes no llegan a solventarlo por más lectura bíblica que medie. Cada acción se ejecuta con el automatismo de un ser despojado de algo más profundo que solo separación y silencio, se adivina, se intuye el derrotero pero no alcanza.
Más allá de la puesta milimétrica de una fotografía que respira más que los personajes, esta especie de documental sobre los que esperan, se queda en medio de ella, como atrapado y domesticado por el bucolismo del campo, en la reserva de los personajes que si apenas dejan entrever el malestar que callan. Mujeres que aguantan quietas en el aislamiento. Y la tristeza se antoja añeja, como salida de una fábula anterior al empoderamiento, como el recorrido que hiciera un cine que denunciaba el abandono hace tiempo y allá cuando la lucha recién comenzaba.