Tal vez El mal del sueño aborde demasiados temas complejos como para poder desarrollarlos en profundidad, pero no deja dudas de que Ulrich Köhler conoce las problemáticas que describe -básicamente los vínculos entre Europa y Africa y en general la actitud de Occidente respecto de los países en desarrollo- y que se trata de un realizador inteligente y lúcido. Hijo de voluntarios comprometidos con la ayuda humanitaria y criado en Zaire (actual Congo), reconoce que su perspectiva no puede sino ser europea, aunque ha negado que su película sea autobiográfica. Rodada y ambientada en Camerún y dividida claramente en dos partes -una, en torno de un médico alemán al frente de un programa de lucha contra el mal del sueño-; la otra, centrada en un médico francés que tres años más tarde llega al continente de sus ancestros para fiscalizar la marcha de esa misión -habla también del desplazamiento, la identidad, la oscilación entre dos culturas, la pertenencia, el desarraigo-. En la primera parte, el escéptico, abnegado y brusco Ebbo anuncia el regreso a Alemania por motivos familiares, aunque no parece muy convencido de abandonar una tierra que lo fascina, pero en la que (sabe) siempre será un extraño. En la segunda, el joven doctor Alex Nzila, un hombre que aún anda en busca de su lugar en el mundo, comprueba que la realidad en la tierra de sus mayores está muy lejos de la que él imaginaba y que allí tampoco se libera del sentimiento de ajenidad que padece en Francia. En su función específica, los resultados no son mejores: la corrupción abunda y es bastante oscuro el destino que se da a los fondos que se envían desde Europa para combatir una enfermedad que parece casi erradicada.
No siempre Köhler consigue que confluyan armoniosamente las distintas vertientes del relato, y también es probable que desconcierte o suene artificiosa la vía fantástica que elige para rematar la admirable secuencia final de la cacería nocturna -quizá un equivalente de los síntomas de la enfermedad del título: modorra durante el día, insomnio por la noche-, donde se manifiesta más abiertamente el carácter onírico que la película ha ido sugiriendo desde el comienzo. En esa extraña y cautivante atmósfera en la que envuelve su visión de Africa sin recurrir a estereotipos ni pintoresquismos habituales reside parte del hechizo que envuelve el film. Es la misma sutileza que emplea para exponer los íntimos conflictos de los personajes -de todos los personajes- a través de sus comportamientos y de las situaciones que elige mostrar: por ejemplo, las de Ebbo con su familia, que contribuyen a iluminar los conflictos interiores del protagonista, admirablemente interpretado por Pierre Bokma.
Es justo destacar que buena parte del notable trabajo de Köhler se debe a la contribución de su fotógrafo, Patrick Orth, especialmente en las abundantes escenas nocturnas.