El problema del costumbrismo
Allá lejos y hace tiempo He-Man solía terminar sus capítulos con una actitud bastante medieval: alguno de los personajes hablaba a cámara explicando la moraleja que se acababa de narrar mediante un ejemplo (que era el capítulo íntegro). Con el aprendizaje dado en cada capítulo, quienes fuimos chicos durante los años ‘80 terminábamos con un extra de información encima (que nadie había pedido por cierto).
El costumbrismo tiene algo similar al mecanismo moralizante de He-Man, quizás no tan frontal pero si lo suficientemente claro como para infantilizarnos. La televisión argentina del prime time tiene bastante de eso en las peores dosis posibles. Y, dentro del reducidísimo esquema industrial del cine argentino, quizás sea Daniel Burman aquel que más tiempo le haya dedicado a eso del costumbrismo clasemediero por excelencia.
El misterio de la felicidad no es una película ajena al universo costumbrista. Lamentablemente, donde Burman antes nadaba, hoy se ahoga. Y quizás ese cambio se deba a procesos no demasiado lejanos al de He-Man al final de cada capítulo.
El problema del costumbrismo igual no es ontológico: con películas como El abrazo partido y Derecho de familia, Burman había sabido darle media vuelta de tuerca a la fascinación localista (el mero disfrute de escuchar el dialecto cotidiano rioplatense), pero también había logrado escaparle al costado edificante. Por el contrario (y no creo que sea casual), en ambos films el lugar del padre es determinante para realizar un aprendizaje que no siempre termina en el lugar deseado, sino que está plagado de contradicciones, por lo que todo el arco dramático experimentado es complejo y rico en matices.
Quizás haya algo del lugar del hijo que funciona en el cine de Burman mucho mejor que otras perspectivas relacionales. De ahí que una película como El nido vacío o La suerte en sus manos sean profundamente fallidas, que se sientan forzadas. En El misterio de la felicidad hay, en efecto, un aprendizaje y un autoconocimiento final, pero todo el proceso está teñido de un tono edificante que jamás emerge de lo que vemos, más bien nos obliga a preguntarnos cómo se llegó a ese final sin hacer cambios sustantivos en las actividades de los personajes (al punto tal que uno se pregunta por qué el personaje de Inés Estévez está tan tranquilo con su esposo desaparecido de la faz de la tierra).
Pero el cuentito moral de la última película de Burman también es algo banal, como si hubiera decidido dejar de lado sus ficciones más complejas y hubiera adoptado el esquema subielista de “hombre urbano harto de haber renunciado a sus sueños busca la redención en una cuenta pendiente de juventud”. El problema es que ese esquema choca con el esquema “hombre urbano conformista se da cuenta de que la mujer de su amigo, a la que nunca le dio bola, no está tan mal y si la cosa da, le daría un poquito”.
Hay algo de mezcla ingenua en la unión de ambos esquemas: el hombre que se libera cumpliendo el sueño de juventud y el hombre que descubre que puede tener una pareja heterosexual en el lugar más inesperado. Esa coexistencia es chirriante y, como consecuencia, obliga a la película a forzar aprendizajes de una manera insólita, incluso cambiando el carácter de los personajes radicalmente (el de Estévez pasa de ser una estreñida insoportable y sobreactuada a una mujer sexy y desinhibida en cuestión de minutos).
Como en He-Man, el desenlace trae el aprendizaje, la redención y la resolución de asuntos que en las películas más complejas de Burman apenas eran el comienzo de un proceso de cambio en los personajes. Aquí, el cierre se percibe como una suerte de bajada de línea regulatoria.
Y con el final uno siente que El misterio de la felicidad es como si Suar hubiera visto La aventura, de Michelangelo Antonioni, y se le hubiera ocurrido la idea de hacer un largometraje más o menos parecido a eso. Como bien sabemos, nada bueno puede salir de una mezcla de He-Man, Antonioni y El Chueco…