EL MONTE SE YERGUE Y ACECHA
Desde la aparición de los escritores de la llamada “Nueva novela latinoamericana”, han surgido diversos movimientos artísticos que reivindican una mirada de esta parte del mundo centrada en la búsqueda de una identidad que se basa en los fenómenos de mixtura de etnias y sincretismo cultural; en otras palabras, una visión descolonizante, que apunta a recuperar no solo el componente occidental-europeo de la realidad latinoamericana sino también el indígena-originario.
Esta introducción, tal vez algo larga, responde a la necesidad de contextualizar la nueva película de Sebastián Caulier, El monte, que se enmarca dentro de una serie de corrientes del cine de estas latitudes que heredan la perspectiva de autores como Carlos Fuentes, Alejo Carpentier o Juan Rulfo y construyen relatos próximos al realismo mágico, ubicándose en espacios no alterados por los avances de la civilización. Allí es donde habita el mito, las leyendas, el imaginario de los pueblos originales que insiste aún luego de la colonización y que, si bien conlleva también una particular cosmovisión, adquiere en estas obras el carácter de una fuerza que transforma el universo del relato, lo hace mutar. Hay, en cierta manera, una dinámica de lo reprimido que intenta salir: la naturaleza de la tierra originaria americana que resiste a la intervención europea y pervierte sus lógicas desde dentro.
Dicho todo esto, la pregunta es qué tan bien logra el largometraje de Caulier introducir al espectador en ese territorio otro que en este caso es el monte formoseño. Hay, sin duda, algunos elementos interesantes en este aspecto, como por ejemplo el modo en que se utiliza de forma sutil y efectiva el fuera de campo en sintonía con el apartado sonoro. Mediante esta manera de conjugar imagen y sonido el director logra sugerir exitosamente esta presencia incorpórea que amenaza con tragarse a padre e hijo, encarnado en la figura del monte, misterioso, laberíntico, pulsante.
Por último, la construcción de los personajes también es correcta y refleja y potencia esta idea del choque entre lo antiguo/salvaje (representado por la figura del padre ermitaño que habita el monte) y lo nuevo/civilizado (el hijo universitario que decide visitarlo). Caulier decide utilizar a sus personajes como avatares para reforzar este conflicto que se siente pero no se ve. Hay poco que reprocharle al trabajo de Caulier, que con poco presupuesto, pero con pericia técnica y narrativa logra un relato atrapante y enigmático, una búsqueda estética coherente y con potencia semántica.