Dentro del subgénero de los muñecos malditos, Chucky no sólo sobresalió por sobre el resto sino que ascendió al Monte Olimpo de los íconos del terror, como Michael Myers, Jason Voorhees y Freddy Krueger. Una exitosa -y mortífera- trayectoria que empezó en 1988, con el estreno de Chucky: El muñeco diabólico, y se extendió durante seis secuelas, con novia e hijo incluidos. Al igual que sus colegas asesinos de la pantalla grande, también fue objeto de una remake, pero a diferencia de la mayoría, corrió con mejor suerte.
El muñeco diabólico repite la premisa original: una mujer le regala a su hijo un muñeco de moda que pronto se revela como un asesino psicópata. También se respetan los nombres de varios de los personajes, empezando por Andy, el chico en cuestión. Pero las similitudes terminan ahí. Chucky ya no es un juguete poseído por el asesino serial Charles Lee Ray (Brad Dourif) sino un robot programado para satisfacer las necesidades del joven Andy (Gabriel Bateman). Más que un simple pedazo de plástico para pasar el rato, este muñeco se comporta como un niño más, como el amigo que el solitario Andy necesitaba: un socio para hacer bromas, un confidente… Pero los circuitos de Chucky fueron alterados, de modo que la necesidad de satisfacer a su fiel compañero lo lleva a desarrollar conductas cada vez más violentas.
La película es audaz desde su intensión de no repetir lo hecho treinta años atrás y de separarse de una mitología apreciada por los fanáticos. Consigue hacer su propio camino, como Rob Zombie con Halloween y Luca Guadagnino con Suspiria. Pero los hallazgos no terminan ahí.
Como ahora la trama incluye ciencia ficción, el director noruego Lars Klevberg y su equipo mezcla el subgénero de los muñecos malditos y el de la inteligencia artificial fuera de control, que sigue teniendo como máximo referente a HAL 9000 de 2001: Odisea del espacio. Además de ser él mismo una máquina, este nuevo Chucky puede almacenar audios (incluyendo de asesinatos) y, cual sistema Alexa, manipular a distancia aparatos electrónicos y otros artefactos.
Klevberg también sabe combinar thiller psicológico y comedia, logrando situaciones hilarantes que no estropean un clima de terror creciente, provisto de generosas dosis de sangre y violencia. Eso sí, no escapa a la moda de agregar nostalgia por los ’80, pero incluso esos tópicos están incorporados de tal manera que funcionan en la historia. De hecho, El muñeco diabólico puede ser vista como una versión tenebrosa de E.T., el extraterrestre (no es la única creación de Steven Spielberg a la que alude).
De la deliciosa ensalada de ideas también emerge una sátira sobre el mundo actual, invadido por el marketing (algo de esto ya figuraba en el film del ‘88), dependiente de la tecnología (hasta los muñecos Buddi forman parte de una megacorporación), y muestra cómo puede ser interpretada la violencia que se muestra en la cultura popular (el cine, la música). De paso, es posible hallar alguna connotación política estadounidense, en el exterior y dentro de su propio territorio.
Otro factor clave de la película reside en los personajes, muy bien trabajados desde el guión y la interpretación del elenco. Aubrey Plaza le saca el jugo a Karen, la madre soltera que debe lidiar con un hijo incomprendido, un amante y un homicida diminuto. Gabriel Bateman se destaca como un Andy un poco mayor que su predecesor, y más complejo. Pero la atención estaba puesta en el mismísimo Chucky. Sus nuevas facciones tal vez no hagan olvidar la que ya muchos conocen, pero más difícil parecía darle un giro a la voz frenética y siniestra de Dourif. Sin embargo, Mark Hamill lo consigue mediante un enfoque distinto: suena como un tío amigable incluso en las escenas más aterradoras, lo que potencia el elemento aterrador.
El muñeco diabólico triunfa como remake, triunfa como mezcla de subgéneros, triunfa como sátira y triunfa como fábula sobre el lado oscuro de la amistad.