Hernán Ferreirós (La Nación):
El nido está confeccionada como un enigma. En un prólogo que sucede diez años antes de los eventos centrales, un hombre secuestra a un niño mientras duerme y se da a la fuga en medio de la noche. Durante su escape es perseguido y vuelca con su vehículo. Ya en el presente del relato, que luce como si en Instagram hubiera un filtro “años 60 pero tristes” descubrimos que este hombre –el padre del chico– falleció en el accidente y que su hijo, Samuel (Justin Korovkin) quedó lisiado y al cuidado de su madre en una vieja mansión. Su vida es solitaria, austera e infeliz: clases piano por la mañana, tratamientos para cuidar sus piernas irremediablemente paralizadas por la tarde. Su madre, con el pelo recogido y la ropa antigua y oscura del estilo impuesto por las institutrices crueles, le habla acerca de construir una nueva sociedad, mientras que otros familiares se cuidan de no mencionar el mundo exterior, que está vedado.
A esta existencia opaca llega Denise (Ginevra Francesconi), un chica un par de años mayor que Samuel, empleada con el personal de servicio. Tras un escozor inicial, Denise empieza a sentirse tan intrigaba con el chico como él con ella. Su vínculo queda sellado cuando ella le presta su iPod con un track de los Pixies. Ah, entonces no estábamos en el pasado. Sigue el desarrollo del vínculo romántico entre estos dos adolescentes, que es puntualmente escandido por escenas que resultan inexplicables (que no serán reveladas para no spoilear), y que apuntalan el misterio: ¿qué sucede aquí? ¿son fanáticos religiosos? ¿fantasmas? ¿los niños están muertos y no lo saben?
Esta película italiana, que reparte sus deudas entre los títulos de horror de Mario Bava y La aldea, de M. Night Shyamalan, se desarrolla lentamente. No hay jump scares o las imágenes monstruosas (salvo por una breve pesadilla) a las que nos acostumbró el terror norteamericano actual, sino que se apuesta a crear un clima tétrico sostenido por la intriga. Hay escenas que no funcionan -el prolongado y absurdo momento en que el médico residente en la mansión administra un electroshock mientras baila siguiendo los compases de “La gazza ladra” de Rossini, una música que automáticamente refiere a La naranja mecánica, es uno de los más notorios– pero el escollo mayor es que el realizador, tal como le sucede a Shyamalan, está mucho más interesado en sorprender con la revelación final (que sucede en los últimos 120 segundos y no es enteramente impredecible) que en construir una historia sólida durante los 105 minutos previos de metraje. De hecho, aun conociendo el final, mucho de lo que sucede sigue pareciendo gratuito.
El “nido” del título y la trama en general aluden metafóricamente al temor a crecer y abandonar la protección de la vida familiar. Este tema y el romance adolescente probablemente habrían encontrado un mejor desarrollo sin la imposición de ser el sostén de un final inesperado.
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