Encrucijadas de lo divino
El tiempo más que generoso que se suele tomar Jaco Van Dormael para planear cada opus una vez más arroja un saldo positivo: El nuevísimo testamento (Le Tout Nouveau Testament, 2015) está cerca en términos cualitativos de su obra máxima a la fecha, la también esplendorosa Sr. Nadie (Mr. Nobody, 2009).
Desde lo que podríamos definir como un punto intermedio entre el surrealismo poético de Jean Cocteau y la imaginación agridulce de Terry Gilliam y los Monty Python en general, las películas de Jaco Van Dormael se fueron abriendo camino de a poco gracias a un espíritu dubitativo e inconformista de rasgos propios, capaz de redescubrir el mundo que nos rodea vía la inocencia con el objetivo de sugerir preguntas en torno a las elecciones que tomamos a diario y los recorridos de vida que nos imponen y/ o nos autoimponemos de manera cíclica. Su último experimento en este sentido, El nuevísimo testamento, se mete de lleno en las fábulas bíblicas para asirse de aquellos planteos cruzados sobre la identidad que ya estaban presentes en sus obras anteriores, un esquema de ribetes borgeanos que juega con el conocimiento acumulado y los laberintos.
La historia, como casi siempre en todas las realizaciones del belga, es tan ambiciosa a nivel conceptual como sencilla en lo que respecta a los enclaves narrativos principales y la dirección que suele tomar la trama. Dios (Benoît Poelvoorde) es un padre de familia abusivo que controla la creación mediante una computadora y vive en un departamento de Bruselas junto a su esposa (Yolande Moreau), una mujer sometida y fanática del béisbol, y su pequeña hija Ea (Pili Groyne), quien no tolera los atropellos de su padre. Cuando un día la joven descubre de improviso el sadismo de Dios para con los humanos, decide informar a cada hombre y mujer su fecha de muerte y rápidamente se fuga con la ayuda de su hermano Jesucristo (David Murgia), hoy una estatuilla en la habitación de la nena, con vistas a captar sus propios apóstoles y tratar de comprender los axiomas centrales del ecosistema terrestre.
Así las cosas, Ea huye por un portal a través del lavarropas del departamento, consigue un “escriba” al paso, el homeless Víctor (Marco Lorenzini), y comienza un peregrinaje en pos de elevar el número de discípulos con seis de su cosecha personal, lo que en esencia es un homenaje a su madre porque 18 son los jugadores totales del béisbol y 12 los del hockey (el deporte favorito de Dios, de allí el número de apóstoles de Jesús en lo que debemos leer como una imposición paterna). Desde ya que el progenitor de la chica parte tras ella y en el trajín termina padeciendo las reglas feroces que vienen subyugando a la humanidad, esas que él mismo escribió con la finalidad de divertirse a partir del sufrimiento ajeno. Sin llegar a la virulencia satírica de Luis Buñuel, Van Dormael aprovecha con perspicacia las analogías entre nuestro devenir opaco como mortales y las miserias y encrucijadas divinas.
Una vez más la exuberancia visual/ existencial del director, hermanada con la de autores en la línea de Wes Anderson, Michel Gondry, Jean-Pierre Jeunet y Charlie Kaufman, dispara dardos sutiles contra distintos preconceptos de la sociedad occidental en cuanto a la familia, el trabajo y el amor, adoptando una perspectiva nostálgica cuyo eje es la niñez enfatizando en todo momento que la contingencia de conocer la fecha exacta de defunción motiva a los individuos a replantarse sus prioridades y valorar más -en última instancia- la aptitud piadosa por sobre la pulsión de muerte y el odio más macro. El poderío retórico entrañable del que hace gala el film se concentra precisamente en la correspondencia entre las criaturas y sus creadores, entre el egoísmo propio y el de nuestros semejantes y entre la promesa de un paraíso y la ignorancia en relación a las posibilidades que ofrece el presente.
Respetando el derrotero trazado por La vida es una eterna ilusión (Toto le Héros, 1991), El octavo día (Le Huitième Jour, 1996) y Sr. Nadie, sin duda la obra maestra de Van Dormael, El nuevísimo testamento es una propuesta prodigiosa y extremadamente bella que logra la proeza de unificar la fantasía mitológica con la comedia negra, el lirismo y el drama de especulaciones superpuestas, un combo todo terreno que apabulla con su riqueza filosófica y hasta nos regala una estructura narrativa tan coherente como certera. En un período en el que lo metafísico rara vez se da la mano con lo social y lo valioso a nivel discursivo (ya que desde el mainstream se pretende dejar contentos a los palurdos que reclaman entretenimiento vacuo o en su defecto, bodrios lavados y apolíticos), el régimen del desconcierto que maneja el belga suprime con éxito lo etéreo y lo profano.