Todo queda en juegos.
Pequeña película basada en el libro de Pablo Ramos (quien también se encargó del guion) y dirigida por Oscar Frenkel. Pequeña, no solo por sus escasos 70 minutos de duración, sino por lo que tiene para contar, que no es mucho.
Gavilán, un chico de 12 años que vive en un barrio llamado El Viaducto, tiene un grupo de amigos que todos conocen como Los Pibes, con quienes pasará sus días de verano entre juegos callejeros y planes para perder la virginidad. Todo se irá complicando a raíz de un incendio en el lugar, algo que pondrá en jaque tanto a él como a sus compinches.
Ciertamente, esta película es ínfima en todo sentido. Si bien el libro de Ramos explora otros matices que en un largometraje no sería posible, duele mucho presenciar un filme donde, a pesar de su bajo presupuesto, se note tanto su falta de imaginación y dinamismo.
La inexperiencia actoral del grupo de niños, la baja calidad en los efectos especiales, la chatura de un guion que podría haber entregado mucho más de lo que entrega, dejan expuesta a una película que le falta mucho para poder empatizar con el espectador.
A nivel narrativo, la historia se encuentra cargada de una simpleza que se transmite a través de su conjunto interpretativo. Los jóvenes son pura energía, están en todas las escenas jugando y haciendo las travesuras típicas de la edad, pero a la hora de enfrentarlos con la dura realidad de la vida (sobre todo a su protagonista), pareciera ser que el guion no sabe ir más allá de unas miradas vacías y una fotografía que, por momentos, se satura en colores cálidos para acrecentar el efecto de la escena.
La música, si bien acompaña de manera correcta, también cae dentro de la trampa de la monotonía y la falta de ideas. Un ejemplo claro es la sobreutilización de una canción de Leonardo Favio, Mi tristeza es mía y nada más, donde resulta obvia la conexión entre el tema y el título de la película, pero no amerita a utilizarlo en más de una escena caprichosamente.
La propuesta de El origen de la tristeza, si bien es auténtica y bien intencionada, queda a mitad de camino para los que buscan llegar a la emoción o al menos encontrar una historia diferente sobre las tristezas prematuras de la infancia. El costumbrismo queda chico y los juegos acaparan todo para dejar nada más un bache emocional difícil de llenar.