Cleptomanía culinaria
Desde hace más de dos décadas Hollywood está obsesionado con recrear cuanto producto familiar o infantil haya quedado en el inconsciente colectivo de generaciones pasadas con la presunta certeza de apostar a seguro: el razonamiento de los popes de los estudios parece ser “si ayer funcionó, con algo de chapa y pintura hoy también debería satisfacer las expectativas”. De esta forma se dan cita dos problemas mayúsculos que pasan por la “chapa y pintura” (guiones lastimosos que rebozan mediocridad) y ese inefable “debería satisfacer las expectativas” (sin un verdadero análisis se elige materia prima sumamente anacrónica).
Así las cosas, propuesta tras propuesta que llega a la pantalla grande no hace más que defraudar en esta doble vertiente que abarca las características del opus originario y la triste incompatibilidad al momento de la adaptación. Para colmo de males la situación empeora por el desgano y la desidia que suelen manifestar los realizadores de tales engendros: todo lo anterior nos obliga a admitir que El Oso Yogi (Yogi Bear, 2010), si bien tan limitada y leve como cabría esperar, por lo menos no cae en los bajos fondos de otros desastres recientes del género y resulta prácticamente inofensiva para los pequeños, su nicho natural.
En términos históricos los cartoons de la factoría comandada por William Hanna y Joseph Barbera fueron siempre ninguneados por la competencia (a pesar del éxito televisivo de sus múltiples obras, la Disney y la Warner Bros. nunca los tomaron demasiado en serio en lo que a calidad se refiere). De hecho, el film que hoy nos ocupa es una especie de copia al carbónico -aunque remixada- de un típico capítulo de aquella tirada inicial de los ´60: Yogi y Boo Boo deben ayudar al Guardia Smith a frustrar el plan del Alcalde Brown, quien pretende talar el Parque Jellystone para sanear las cuentas y postularse para gobernador.
Las modificaciones en realidad son mínimas: ahora el otrora enemigo se convierte en aliado, tenemos un interés romántico para Smith y el mensaje ecologista aparece en primer plano. Eric Brevig, un encargado de efectos especiales devenido director, aquí en su segundo intento luego de Viaje al Centro de la Tierra (Journey to the Center of the Earth, 2008), sabe aprovechar los CGI, impone un ritmo narrativo aceptable y sobre todo se mantiene fiel al diseño original de personajes. Por supuesto que la apelación a latiguillos y fórmulas gastadas termina destruyendo el encanto retro de tanta cleptomanía culinaria…