Hace veinte años, quizás poseído por el espíritu de John Carpenter, I.A. Caetano mandó una carta a El Amante. Más bien, un manifiesto -¿no suena viejo?- firmado como Agustín Tosco Propaganda que decía cosas como: “No pretendemos el poder establecido, sólo su destrucción. Para construir necesitamos destruir. Y estamos aquí para eso mismo. Para devolver las imágenes del pueblo al pueblo”. Pueden consultarlo en el número 41.
No estoy seguro de la validez de “devolver las imágenes del pueblo al pueblo”, pero hay una toma de partido clara. Con ese axioma se puede describir su cine posterior: están los pobres de un lado y están los que tienen poder, los que tienen plata, del otro. Sin matices. No existen los patrones buenos por una cuestión estructural: cada intercambio de dinero supone una cuota de violencia simbólica (y real) que no puede ser percibida como algo natural. Caetano desnaturaliza el trabajo –incluso el de los pibes de Pizza, Birra, Faso (1997)- porque no considera que esté bien pago y que nunca lo estará. El mismo tipo de conflictos pueden encontrarse en Bolivia (2001), Un oso rojo (2002), Francia (2009).
El otro hermano es más compleja. Si bien hay relaciones de poder, el desamparo es para todos. Todo sucede en Lapachito, pueblo del Chaco árido, al que Cetarti, el personaje de Hendler llega para reconocer dos cuerpos, el de su madre y el de su hermano. Los mató el marido de su madre, que Cetarti no llegó a conocer. Ahí aparece Duarte (Leonardo Sbaraglia), con la promesa de dinero fácil, a costa incluso de hacerlo pasar por débil mental. Ese pretexto se va expandiendo, con algunas obligaciones burocráticas, hasta alcanzar el grado extorsivo: Duarte le va pidiendo favores sin que Cetarti reaccione mucho. Hasta que Cetarti se da cuenta.
Caetano es de la clase de cineasta que desprecia cualquier tipo de verbalización. De ello se desprende otro desdén más delicado: los “temas”. Las suyas, en todo caso, son películas de motivos. Consejo de joven cineasta a otro: no pensemos en temas, grandes totalizadores. Baby steps. Pensemos en motivos: cosas, objetos, situaciones, que se repitan y que por acumulación consigan su propio peso. Los grandes temas llegan sólos y sin que nos demos cuenta.
Caetano filma billetes con especial dedicación. Imposible escaparle a su carácter simbólico -que es la razón de su uso-, y por eso trata de filmar la materia, el papel. En Bolivia, por ejemplo, lo que hace es hacerlos circular: era preciso el movimiento de las monedas o los billetes (el choripán a un peso, la Quilmes a dos). En Francia, la pareja protagonista -Lautaro Delgado y Natalia Oreiro- se esconden la plata, la retacean. No alcanza y tampoco saben si compartirla: tienen una hija en el medio. Unos años más tarde, en El otro hermano, lo que antes eran billetes ahora son fajos arriba de fajos y aún así no es tanto: ningún personaje se va a salvar por el resto de su vida con el secuestro o la estafa a la aseguradora. Podrán tirar unos meses, pero están muy lejos de relajarse. Por los celulares, los montos y los autos, todavía no es 2011. Y los billetes de Evita se pusieron en circulación en 2012.
Otra cosa que parece que sobra pero en realidad nunca alcanza: el conocimiento. Siempre representado en subproductos del fondo de olla de la cultura, vemos documentales televisivos, las revistas de turismo. Ilusiones de progreso que no son más que eso. En un momento Cetarti revisando la casa de su hermano encuentra unos libracos viejos y los toma como un objeto extraño, como si no entendiera su uso.
Y están los cigarrillos (Sbaraglia fuma cigarrillos Imparciales, el personaje de Devetac siempre tiene el porro a medio fumar), la naturaleza (el impasible Axototl, el toro que golpea la casilla de Hendler, el escarabajo mentiroso, los perros), las urnas (lo único que puede ser cómico en la película es la relación de Pablo Cedrón con ellos). Todos detalles entre la dirección de arte y caprichos del director que son como indicios para quien quiera recogerlos y entender algo más del mundo que se está formando.
De todos los vicios que existen en la crítica uno de los menos graves es el de interpretar todo políticamente (peor es el psicoanálisis o la perspectiva de género). Más que por el lugar que se le otorga a lo simbólico –aquí también la nación crece– lo que habría que verificar es el uso que les da a los materiales y relacionarlo con sus contemporáneos. Algo a comparar, por ejemplo, sería la representación de un pueblo de provincia: en El ciudadano ilustre las desgracias surgen cuando el estado se mete, en El otro hermano surgen porque dudamos si alguna vez aparecerá. Otro ejemplo: la naturaleza no es paraíso perdido ni cifra de pureza -como en Lisandro Alonso- sino que es sólo otro ámbito al que llega la degradación material o moral o lo que sea que inunda todo lo que aparece en El otro hermano.
Pero lo que me interesa realmente, que resulta más político por su lugar en este mapa de representaciones que es el cine argentino, es el uso de la figura de Daniel Hendler. Uruguayo preferido del NCA, película a película perfecciona su gesto taciturno, su dicción inexplicable. Y a la vez construye la imagen que al gran público sólo le significa la amenaza del aburrimiento. Quizás Los paranoicos sea la apoteosis de este modelo, encarnándose definitivamente en un stoner -aunque bien lejos del lumpenaje-. Caetano lo usa con toda esa carga encima, enfrentándolo al horror, a aquello indefinible que encarna Sbaraglia (que intenta desalojarlo con su actuación, encasillarla lo más posible en una época, en un tono, sin éxito). ¿Qué sucede cuando se enfrenta a estos personajes porteños, un poco slackers, a problemas reales, digamos asesinatos, secuestros, etcétera? Se vuelven cómplices. Por incapacidad, por miedo, por conveniencia, por cobardía. Ese tipo de juicio, casi sumario, solo podría hacerlo Caetano, acercándonos al abismo. No hay choque de fuerzas, como algunos quisieron ver en la escena final, resabio de western. Hay una sola gran fuerza, indefinible y oscura, quizás específicamente argentina, que anida en todas las películas pero pocas le prestan atención.
Todo el tiempo se escribe que Caetano es “clásico”, como si eso significara algo en 2017. Se apresuran a la definición por algunas pistas: no mueve tanto la cámara, los personajes tienen alguna clase de objetivo, hay finales conclusivos con progresión dramática, se construye de atrás para adelante en el tiempo. Todo eso es cierto por separado, todos son signos de clasicismo entendido como el lenguaje que desarrolló Hollywood de los años ’30 a los ’50. Pero lo escriben de manera tan simplista que parece que lo definieran por los apuntes de cuando estudiaron cine.
Surfeando Todas las críticas, sitio del cual Las Pistas es parte desde hace unos meses, encuentro los siguientes adjetivos aplicados a la nueva película de Caetano: oscura, violenta, terrible, dura, seductora, seca, contundente, agobiante, negra, desesperanzada, asfixiante. Cualquiera con un poco de sensibilidad podría darse cuenta de eso, porque es palpable que El otro hermano está atravesada por un fuerte pesimismo, tanto como la constatación de un fracaso. Pero la película resiste en su ley toda posibilidad de adjetivación. La tarea se vuelve ridícula al ver sólo un plano: Caetano no filma con ideas previas sino que deja que la imagen diga lo que tenga que decir, la vuelve impenetrable a cualquier uso por arriba de la narración. El otro hermano, más allá de algunos carteles, algunas actuaciones, algunos datos, es totalmente autónoma porque de su forma puede verse su relación con el mundo, y no necesariamente por lo que sus personajes dicen. Y más que por lo sórdido de su argumento, es oscura por lo impasible que se vuelve la puesta en escena ante los hechos que narra.
Diciéndolo de otra manera. El clasicismo de Caetano es más bien deudor del New Hollywood en cuanto a la deconstrucción de ciertos tópicos. Es la misma actitud: encontrar nuevas formas para nuevas historias. Eso era el nuevo cine argentino. Y sin embargo en El otro hermano el lenguaje se regodea en su ineficiencia. Hay límite imposible de franquear, que los nuevos cines creyeron posible lograrlo. En cambio el clasicismo es (también) retraerse cuando ve que es insuficiente la representación: John Wayne en The searchers, la Segunda Guerra en Cluny Brown, la relación enferma entre padre e hijo en Bigger than life. Y Caetano, ante el mounstro procesista de Duarte, y el silencio de los demás, también se retrae.
La escena del reconocimiento de cuerpos es, paradójicamente, vital. Se representa (doblemente) la muerte de la familia de Cetarti. Duarte y el encargado de la morgue le avisan: va a ser fuerte. Le alcanzan un balde. Cetarti, como siempre, impasible. Levantan la lona y vemos los cuerpos. Cetarti se va a otra habitación a vomitar. Fue demasiado. Si bien vemos el desastre ocasionado y luego paseamos por la casa cubierta de sangre, la película no da pistas acerca de las razones, si es que las hay. Se sabe lejísimos de poder dar una explicación. Muestra los cuerpos, les dedica exclusivamente un plano, como si eso alcanzara. No llega a ser gore, sino que mantiene una distancia, digamos, entre pasiva y elegante. Cuando se enfrenta a momentos mucho más desagradables pero menos sangrientos, El otro hermano no cambia su postura. Exhibe hasta donde puede, sin denunciar, el entramado de complicidad, maldad e ignorancia que es el colchón sobre el que sucedieron y siguen sucediendo los horrores cometidos en el país. Lo que resulta inquietante de la película es hasta donde llega en su cometido.
El cine de Caetano ostentó en un momento una habilidad particular: hacer cine con ciertas luchas sociales. No militantes, más bien micropolíticas. La batalla del hombre contra la ciudad. Teníamos referencias más allá del vagabundear de los personajes, lúmpenes rebeldes, luchadores anarquistas, que lograban poner en el horizonte un país mejor. En El otro hermano no nos queda nada de eso: ni empatía ni utopía. Caetano parece haberse llevado el secreto de la esperanza en las causas perdidas a la tumba. Es oscuro el futuro que se avecina.