"Yo soy mi peor enemigo", se dice Joseph Silberg, y lo dice literalmente, no porque haya percibido en sí mismo tendencia a boicotearse. Al pasar el examen médico para el servicio militar, ha sabido que no es hijo biológico de sus progenitores sino de una pareja palestina de Cisjordania. Cuando nació, en una noche de bombardeo en Haifa, dos recién nacidos que debieron ser evacuados terminaron siendo intercambiados por error. Él fue a parar a un hogar judío; el otro, Yazine, a una familia árabe.
Ya no hay vuelta atrás, los dos muchachos -y sus respectivas familias- se ven obligados a enfrentar este callejón sin salida al que los ha empujado el destino. Para los adultos, especialmente para los hombres, la situación parece irresoluble: la historia, la educación, los viejos rencores levantan un muro más infranqueable que el que separa un territorio de otro; las mujeres, en cambio, parecen más dispuestas a revisar sus prejuicios; al fin y al cabo se trata de hijos: el que dieron a luz hace años y sólo ahora van a conocer, y el que han tenido en sus brazos y ha formado parte de sus vidas desde el primer día.
Para los jóvenes tampoco es sencillo. Palestino amado y criado por judíos uno, judío amado y formado por palestinos el otro, de a poco intentan recorrer el único camino posible para echar abajo la barrera de la rivalidad: conocerse. Los dos descubrirán cuánto hay de común entre ellos aunque a su alrededor otros vean con malos ojos este acercamiento con el que ayer se percibía como el peor enemigo. Ahora que la vida los instiga a colocarse en el lugar del otro, a comprender sus pensamientos y sus sentimientos, no será difícil reconocerse, por encima de todo, como seres humanos.
La directora francesa de origen judío ha elegido el drama familiar para abordar el conflicto palestino-israelí y en cierto sentido también elige el camino de los chicos. Al llevar a cada uno a integrarse en el mundo del otro, al mostrar su cotidianeidad, al exponer su intimidad, sus sueños, sus esperanzas, el film está señalando que esa aproximación, ese conocimiento a nivel personal, es el camino más directo hacia la comprensión. Puede que la visión de Lévy resulte demasiado optimista -de hecho se la ha acusado de utópica-,pero es necesario destacar que su película no cae en fáciles sentimentalismos y, en cambio, alcanza fuerte emoción en escenas como de la del rabino o en la sabia reflexión del maduro Yazine cuando convence a esa especie de nuevo hermano que acaba de ganar que sólo él será el responsable de elegir qué vida quiere vivir.
La convicción y la calidez que vuelcan los actores -Emmanuelle Devos y Areen Omari, las dos madres, en especial, pero también los muchachos, Mehdi Dehbi y Jules Sytruk-, es fundamental para hacer creíble y conmovedora esta extraña historia que bien pudo parecer un artificio para exponer la fe que Lévy deposita en una posible solución del conflicto a través del amor.