Cuando apareció la ópera prima del director francés Florian Zeller, fue difícil no pensar en la próxima entrega de premios Oscars. Un fuerte drama sobre la vejez enmarcada por notables actuaciones de figuras reconocidas, con décadas de carrera como Anthony Hopkins. No obstante la película fue una sorpresa aún mayor y positiva: lejos del dramón televisivo o teatral que uno podría suponer con sólo observar el póster o una sinopsis, «El padre» es casi una película de terror.
Yendo de menos a más, la historia comienza con un hombre al que su hija visita y a quien quiere contratarle una acompañante porque no puede quedarse con él todo el tiempo. A él se lo ve enfocado, atento, de buen humor. Pero a medida que las escenas se pasan, uno ya no puede saber dónde empieza y termina una: de repente la hija que le había contado que se iba a ir a París sigue acá pero cambia de rostro, o el marido de ésta se mueve como si fuese su propia casa. Al principio muy sutil, también el escenario empieza a mutar: cuadros, objetos, paredes. Y Anthony (el personaje protagonista que comparte nombre con el actor que lo interpreta) se empecina en no perder de vista su reloj de muñeca seguro de que se lo quieren robar, como símbolo del tiempo que finito que le pertenece, enganchándose quizás para no concentrarse en lo que no quiere o no puede asimilar.
A lo largo de todo el relato se va construyendo, reconstruyendo y también deconstruyendo la dinámica familiar de Anthony. Es que así como él está seguro de lo que sabe y niega toda confusión o error, el espectador aprende después de un rato a dudar de todo y se ve inmerso en medio de esta pesadilla junto a él. Porque, ¿qué peor que no saber quién es la persona que está a tu lado? ¿O no poder llegar a entender quién es uno mismo? ¿Sentir que todos alrededor perdieron la cabeza y el mundo se torna un lugar peligroso?
Zeller, que más allá de la casi única locación en que se mueven sus personajes y la cantidad de diálogo, se aleja del puro registro teatral para aprovechar los recursos que el cine ofrece, como el uso del montaje, una puesta en escena muy precisa, o un adecuado uso de la música, al mismo tiempo que se aleja de lugares comunes. Eso diferencia a «El padre» de otras tantas películas sobre el tema que muchas veces no hacen más que apoyarse en un actor o actriz de renombre y una seguidilla de golpe bajos que pretenden conmover a la fuerza. Porque es terrible para el lazo cercano que tiene que ser testigo de ese deterioro pero no se suele pensar o habitar lo que le pasa al que vive ese perpetuo estado de confusión. El final, con la famosa escena en la que Hopkins te destroza (y es sin duda la que le dio el premio Oscar que hasta último momento muchos creían que iba a ir como homenaje póstumo a Chadwick Boseman), es lo que más se acerca a aquellos dramones, pero acá, además de una interpretación magistral, antes hubo un viaje tan aterrador al interior de la mente de este hombre, que el resultado es aún más desolador.
Pero no es Hopkins toda la película. Ahí está Olivia Colman acompañándolo con mucha solidez como la hija que confunde y observa el deterioro mental de su propio padre y que quizás en algún momento ya se quede sin ideas sobre cómo poder ayudarlo.
«El padre» es un fuerte drama sobre la demencia senil que retrata la enfermedad mental desde el punto de vista de quien la vive. Con una construcción de climas que se van tornando cada vez más obscuros, la película de Zeller es casi una de terror psicológico. A través de la perspectiva de Anthony, nos hace testigo de lo doloroso y aterrador que es que nuestra cotidianeidad se distorsione hasta el punto de no poder reconocerla, de una vida que se deshoja. La experiencia es gratificante y demoledora por igual.