Entre las ruinas de lo humano:
“Cuando la fe desaparece, cuando comprendes que ni siquiera te queda la esperanza de recuperar la esperanza, entonces tiendes a llenar los espacios vacíos con sueños, pequeña fantasías y cuentos infantiles que te ayuden a sobrevivir.”
El epígrafe de este texto corresponde a El país de las últimas cosas, novela que el norteamericano Paul Auster escribió en 1987 y que tiene las marcas propias de los temas que ha abordado asiduamente a lo largo de su obra, como la identidad, la desposesión y el vagabundeo; incluso también la contingencia como bifurcación de un camino. Pero su verdadera genialidad está en haber logrado inventar un territorio abstracto post-apocalíptico, que puede leerse como anticipación de los efectos del capitalismo cuando es llevado a su máxima expresión. Así, la ciudad derruida y en ruinas es metáfora de la degradación de lo humano cuando se ve reducido a su mera función de subsistencia, cuando queda reducido a un puro desecho que sobrevive de restos.
El director argentino Alejandro Chomski se propuso la tarea de llevar esta novela al cine luego de su encuentro con Paul Auster cuando el escritor vino a la Argentina invitado para la Feria del Libro en el año 2002, escenario post-crisis del 2001 que, en vistas a los saqueos o a los desclasados revolviendo basura, resonaba con el imaginario de esa novela. Del mismo modo hoy, concretándose veinte años después su estreno comercial, resulta inevitable no hallar sus resonancias con los comienzos de la pandemia del Covid y el aura fantasmal que habían cobrado las ciudades en distintas latitudes.
Así las cosas, la película transcurre en un país innominado en un futuro distópico posible, sin que se sepan las causas del apocalipsis en cuestión (más allá de la mención al pasar de que “es culpa de los políticos”). Narra la historia de Anna Blume (Jazmín Diz), quien llega a una ciudad destruida en busca de su hermano William, corresponsal extranjero que ha desaparecido sin dejar rastro alguno hace 4 años. La protagonista se ve entonces tomada por la locura de esa ciudad a la que debe adaptarse como puede para sobrevivir, atrapada en esa suerte de laberinto oscuro y sin salida. En El país de las últimas cosas están los llamados “corredores” que no se detienen hasta morir de agotamiento y los “saltadores” que, tomados por la desesperanza, se arrojan desde lo alto de los edificios. También hay un gobierno dictatorial y militarizado que ha tomado el control y que ha prohibido los entierros, ya que los cadáveres son utilizados como combustible para el funcionamiento de la ciudad. Nada menos que los entierros, característica por excelencia de lo humano.
En la errante búsqueda de su hermano, Anna va encontrándose con distintos personajes junto a los cuales intentará sobrevivir y, de esa manera, evitar la desaparición de su condición de humana. De ahí que, si todo lo que se conocía ha desaparecido para quedar reducido a sus restos y si la vida misma está a punto de desaparecer en cualquier momento, uno de los soportes principales de Anna (además del amor que se consuma con Sam) sea la escritura de una larga carta-diario que dirige a un amigo en el exterior como testimonio, como marca indeleble de su existencia en la tierra.
El realizador Alejandro Chomski realiza una trasposición bastante solemne de la novela de Auster cuyo colmo es que el retrato del Dr Woburn, fundador de la residencia de asistencia a los desposeídos y desesperados, sea el del propio escritor. El director respeta la primera persona de la narradora, que se deja ver en los varios pasajes en voz en off (extraídos literalmente de la novela al borde del audiolibro) y que tienen el efecto de reponer el espíritu literario y la emoción del original, pero que hubiera sido más interesante elaborar mediante imágenes. Incluso se narran todas las situaciones de la novela (incluído el epígrafe de Hawthorne), con mínimas variaciones (como el hecho de que la escritura de la carta en la novela se inicia hacia el tramo final, mientras que en la película está presente desde el comienzo). Entonces, en el lapso de una hora y veinte minutos, ocurre que los distintos personajes, encarnados por un elenco de actores de distintas nacionalidades, no alcanzan a tener la profundidad interpretativa y dramática, que sí adquieren en la novela por su propia temporalidad narrativa.
En este contexto no puede soslayarse que Paul Auster participó en la película como productor ejecutivo, que colaboró en el guión (aunque no figure acreditado) y que también tomo un papel relevante en la selección de los cortes finales. El resultado entonces es una película que no denota una apropiación por parte del director. Acaso una versión más libre, que ofreciera su propia lectura de la novela, habría funcionado mejor en términos de llegada emocional con el espectador.
Sin embargo, lo que no consigue desde lo dramático, Chomsky logra transmitirlo desde lo técnico, donde la fotografía en blanco y negro, los contraluces, el diseño de arte y la música contribuyen a recrear visualmente ese abstracto país devastado que inventó la imaginación de Paul Auster. El uso del blanco y negro, los edificios derruidos y los restos desperdigados en las calles ofrecen el tono de lo gris, lo sórdido y la degradación moral, un tono propio de esa tierra de nadie donde reinan la crueldad y ley del más fuerte. El uso de la luz, por su parte, cifra la atmósfera oscura y opresiva de ciertos ambientes por los que deambula Anna, en oposición a la luminosidad de ciertos encuentros o personajes (como la generosidad de Isabel, el amor por Sam o la beneficencia de Victoria), donde los lazos afectivos y de solidaridad son la huella de la fuerza de la unión humana, que resiste a la depredación animal. Hay además un uso interesante de la ventana de la biblioteca por la que observa Anna, la cual permite el doble juego de un pequeño refugio de esperanza frente al paisaje desolador del exterior. Ese refugio se halla, al mismo tiempo, acechado por la incertidumbre de un futuro incierto que se divisa amenazante cada vez que se cubre por el humo negro de las chimeneas en el cielo. Todo esto se encuentra bien puntuado por los climax musicales, que oscilan entre lo melancólico, la tensión en los momentos de peligro y cierto toque de sosiego y alegría en la amorosidad del encuentro. Es una pena entonces que tamaño esfuerzo no se vea acompañado por interpretaciones actorales más convincentes, que puedan desplegar matices dramáticos acordes a las situaciones que atraviesan sus personajes.