Un cáliz de amor.
Las disrupciones familiares y los pequeños cataclismos hogareños han estado presentes en el cine de Asghar Farhadi desde sus inicios. En una jugada profesional muy inteligente, el iraní comenzó su carrera recurriendo a la “estrategia Akira Kurosawa” en pos de occidentalizar su producción, por lo que se apartó de las bazofias insustanciales con las que su país inundó -durante la década de los 90- el mercado festivalero facilista y el ámbito internacional de propensión arty. El director decidió combinar el naturalismo descarnado y los clanes conflictivos de John Cassavetes con cierta estructura y/ o detalles del suspenso más sutil, en su versión Nouvelle Vague (por lo general encontramos dosis iguales de verborragia a la Claude Chabrol y una minuciosidad humanista símil François Truffaut).
Su regreso, luego de haber ganado el Oscar a mejor película extranjera con la extraordinaria La Separación (Jodaeiye Nader az Simin, 2011), lo encuentra reincidiendo en sus tópicos habituales aunque volcando la balanza hacia el drama minimalista, en lo que podríamos leer como una necesidad de mantenerse en su “zona de confort” pero con la intención de profundizar sobre algunas aristas específicas. Si bien El Pasado (Le Passé, 2013) continúa en la línea conceptual centrada en una serie de realidades paralelas que amenazan con derivar en una convergencia con destino de colapso, en esta oportunidad el misterio por detrás del accionar de los protagonistas no lo es tanto y el relato está más focalizado en el desarrollo de personajes y sus determinaciones ante el entorno paradójico que les toca vivir.
Cuando Ahmad (Ali Mosaffa) llega a París para firmar su divorcio con Marie (Bérénice Bejo), casi de inmediato termina en medio de un huracán psicológico en el que sus hijastras no ven con buenos ojos la relación de la mujer con Samir (Tahar Rahim), un hombre cuya esposa se encuentra en coma a raíz de un intento de suicidio. Una vez más el cineasta brinda información relevante con cuentagotas y se preocupa por el trasfondo de cada uno de los miembros de la familia: el trabajo, la educación, el cariño y las eventualidades de antaño construyen una cosmovisión particular que choca con la del prójimo. De hecho, aquí la posibilidad del olvido funciona como un cáliz de amor por el que pugnan seres multidimensionales en plena búsqueda de una “solución negociada” a sus rompecabezas.
Como si se tratase de una exégesis terrenal del existencialismo barroco de Michelangelo Antonioni, Farhadi redondea un drama de cámara cargado de una enorme riqueza sensorial, capaz de alejarse del contexto profundamente iraní de A Propósito de Elly (Darbareye Elly, 2009) con vistas a universalizar aún más un planteo interesante en el que se cuestiona la responsabilidad individual, los límites del afecto, la irreversibilidad del tiempo, el vínculo concreto que nos une al resto y las consecuencias varias de una dialéctica de las pasiones por demás compleja. Por debajo de la máscara de la disolución social o romántica, cruza un río sereno en el que el perdón está empardado con el respeto y la gratitud: a pesar de que el realizador no llega a superar su opus anterior, hoy nos ofrece una obra bella y muy lúcida…