No son pocas las ocasiones en las que la literalidad nos traiciona. Cuando se aplica la palabra “radiografía” a un homicidio, cuando se utiliza un término científico para narrar un hecho tan misterioso como un asesinato, estamos ante un problema que El Patrón se encarga de advertir desde su pomposo título. La película es, precisamente, una radiografía, una mirada estática sobre una única situación que se prolonga hasta el final sin que sus personajes evolucionen, como si estuvieran atrapados por ese destino confuso que se menciona en el film. En la película hay una notoria capacidad para trabajar sobre la superficie, sobre la actuación, el maquillaje y los efectos visuales, pero no hay profundidad en el drama y la propuesta se queda en la narración de un hecho consumado que se desenvuelve entre la previsibilidad y el efectismo.
El film narra la historia de Hermógenes Saldívar (Furriel), un hombre del norte que llega a Buenos Aires escapando de la pobreza y que acaba trabajando como carnicero en uno de los numerosos locales del rubro que administra Latoada (Ziembrovsky), el malvado patrón, que no sólo explota a sus empleados sino que los obliga a vender carne en estado de putrefacción a sus clientes. La relación entre ambos acabará de manera trágica y el caso le llega a Marcelo Di Giovanni (Pfeninng), abogado defensor de Saldívar cuya vida burguesa trazará un paralelismo con la de su cliente sin que esto presente alguna hondura mayor que el simple contraste.
El Patrón es una fábula moral políticamente correcta, una vaga alegoría sobre el destino de los pobres en el sistema capitalista. Sabemos desde aquél famoso ensayo de Borges, De las alegorías a las novelas, que las alegorías son un error estético: (…)aspira a cifrar en una forma dos contenidos, el inmediato o literal (Dante, guiado por Virgilio, llega a Beatriz) y el figurativo (el hombre finalmente llega a la fe, guiado por la razón). Juzga que esa manera de escribir comporta laboriosos enigmas (…).Enfocada en presentar su moraleja la película elude la posibilidad de profundizar en sus personajes y termina ofreciendo estereotipos de clase cuyas decisiones son predecibles y, por eso mismo, desprovistas de todo interés.
Curiosamente, lo mejor de El Patrón son un conjunto de escenas que están por completo alejadas de la radiografía del crimen: aquellas entre Hermógenes y su mentor carnicero interpretado por el gran Germán de Silva. Allí el director parece olvidar felizmente su mensaje y muestra, de manera sencilla y con enorme libertad, la relación entre dos hombres abocados a su oficio. En este sentido hay que destacar que el relativo éxito comercial de la película (relativo por la cantidad de copias con las que fue estrenada) está basado en la excelente actuación de Joaquín Furriel, que logra darle humanidad a su personaje incluso en escenas en las que el guión cae en los horrores del lugar común. Es cierto que nuestro cine maneja presupuestos inferiores a los del cine estadounidense pero el público, cada vez con mayor fuerza, parece ser el mismo en todos lados, y sigue adorando ver a sus celebridades disfrazadas, interpretando con destreza a un destino cualquiera.
El Patrón es, a fin de cuentas, una película que nos deja el sabor efímero de lo menor. Cuando acabó recordé los policiales que Fritz Lang dirigió en Hollywood, por encargo, en la década del 40. Muchas de esas películas, Scarlet Street o The Blue Gardenia, son también menores pero, aunque las comparaciones son odiosas e injustas, la diferencia esencial entre cualquier director y el propio Lang es que Lang, en el medio de un guión lleno de obviedades, perdido en una película acaso mediocre, era capaz de crear una escena, una única escena, que sintetiza todo lo que tiene de maravilloso el arte cinematográfico. No todos tenemos esa suerte.