La sonrisa antropófaga.
Por fin encontramos una película de horror que sin ser una maravilla ni nada parecido, por lo menos califica como una propuesta potable que dignifica al género y nos rescata por un instante de tanto engendro estándar que pulula por ahí. El Payaso del Mal (Clown, 2014), como su título lo indica, respeta la tradición de los arlequines cinematográficos con tendencias homicidas y alguna que otra referencia -poco sutil- a la pedofilia, un rubro que ha dado de comer casi de manera exclusiva a representantes de la clase B de antaño en la línea de Clowns Asesinos (Killer Klowns from Outer Space, 1988), salvo excepciones mainstream como aquel bufón surrealista que interpretó el genial Tim Curry en It (1990).
En esencia hablamos de una reformulación de la vieja premisa de la metamorfosis, símil La Mosca (The Fly, 1986) de David Cronenberg, pero en esta oportunidad con un payaso de sonrisa antropófaga. La historia se centra en Kent McCoy (Andy Powers), un agente de bienes raíces y padre de familia que el día del cumpleaños de su hijo Jack (Christian Distefano) termina probándose un traje de clown que descubre en una de las casas que tiene a la venta. Por supuesto que a la mañana siguiente los intentos por sacarse la prenda serán infructuosos y la desesperación ganará terreno, en especial porque el susodicho comienza a sentirse mal y los dolores en el estómago parecen demandarle que cambie su dieta habitual.
Más allá de estar movilizada por estereotipos de diversa índole, como el de la degradación de un “hombre común” o el cliché del demonio ancestral que reclama sacrificios infantiles, la obra en sí es muy llevadera y hace de su humildad y sencillez sus mayores fortalezas. El segundo largometraje de Jon Watts es también su debut industrial, y esto se percibe en un ritmo narrativo algo apaciguado que en general se mantiene estable aunque por momentos llega al límite de planchar un poco el desarrollo de personajes. Por suerte el realizador compensa el problema con un tono naturalista que sabe acentuar la atmósfera cargada de ansiedad a través de una andanada de secuencias prudentes y bien interpretadas por Powers.
Otro punto a favor del convite es el dúo que acompaña al protagonista, Laura Allen como Meg, la esposa de Kent, y el inoxidable Peter Stormare en el rol de Herbert Karlsson, una simpática variación del Van Helsing de Drácula de Bram Stoker: ambos tomarán la posta durante la segunda parte del film, cuando la transformación esté avanzada. A pesar de que el opus adolece de una dosis verdaderamente significativa de gore, que podría haber elevado su intensidad, sin dudas aquí resulta satisfactoria la ecuación de cadencia retro “arlequín psicópata + maquillaje tradicional + diálogos sin estupideces”, sobre todo si recordamos que el terror hollywoodense contemporáneo es adicto a los CGI más huecos…