El cine tenaza
El paulatino repliegue del antiguo capitalismo industrial tradicional corre de la mano del ascenso de la especulación financiera y de la peor faceta -la más concentrada y dañina- de las ramas extraccionistas, mineras y químicas de antaño, ahora monopolizando la creación de determinados componentes de los procesos productivos y contaminando a diestra y siniestra de la mano de mafias en las que los actores gubernamentales y las corporaciones se asocian para el saqueo de los recursos energéticos, las materias primas, los yacimientos y cualquier ingrediente de la naturaleza que pueda ser triturado y reconvertido en producto. Desde la connivencia en Argentina de los últimos lustros entre las empresas mineras y petroleras y las lacras kirchneristas y macristas hasta las demandas masivas de personas que se vieron afectadas por la producción de ácido perfluorooctanoico (PFOA) por parte de la transnacional DuPont para la fabricación de Teflón/ politetrafluoroetileno, el tema no ha sido suficientemente tratado por el cine reciente y El Precio de la Verdad (Dark Waters, 2019) viene a corregir el asunto al analizar -precisamente- la contaminación a cargo de DuPont y cómo ésta afectó a sus empleados y a las poblaciones que circundan a sus plantas químicas vía la producción de polímeros sintéticos que terminaron en animales y personas.
La trama se centra en el derrotero del abogado corporativo Robert Bilott (Mark Ruffalo), miembro de una firma que se especializa en defender a grandes compañías, en una cruzada en la que cambia sus objetivos de base y opta por litigar legalmente en favor de aquellos que padecen el accionar del nuevo capitalismo salvaje de la factoría química: un día el señor recibe una caja repleta de VHS cortesía de un granjero, Wilbur Tennant (Bill Camp), que afirma que la planta de DuPont cercana a su hacienda en Parkersburg, West Virginia es la responsable de la muerte de 190 vacas de su propiedad a través de una colección de padecimientos que incluyen tumores, dientes negros y órganos hinchados. Con el visto bueno de su jefe, Tom Terp (Tim Robbins), Bilott comienza a investigar el caso y descubre no sólo las estrategias de la compañía para maquillar sus chanchullos y “comprar” el favor de la comunidad mediante donaciones y demás, sino también un largo historial de estudios, desechos, encubrimientos, corrupción y aberraciones biológicas con motivo de la línea de producción del Teflón, un compuesto que fue a parar a prácticamente toda la humanidad a través de su utilización en pinturas, mangueras, revestimientos, balas, electrónica, hilos, medicina y esos múltiples utensilios de cocina de supuestas propiedades “antiadherentes”.
La película, dirigida por el genial Todd Haynes y escrita por Mario Correa y Matthew Michael Carnahan a partir del artículo de 2016 The Lawyer Who Became DuPont’s Worst Nightmare de Nathaniel Rich, realiza un trabajo estupendo en lo que atañe a la presentación dramática de un caso tan complejo y con tantas aristas que empieza en términos jurídicos en 1998 con el encuentro entre Bilott y Tennant y se extiende hasta nuestros días mediante una catarata de procesos legales contra DuPont por haber contaminado los suministros de agua de distintas zonas de West Virginia y provocado cáncer, úlceras, enfermedades de la tiroides, colesterol alto e hipertensión crónica. El film toma la posta de propuestas semejantes como Una Acción Civil (A Civil Action, 1998) y Erin Brockovich (2000), algo así como neoclásicos del séptimo arte de raigambre testimonial volcado a condenar las mentiras, la codicia y la impunidad de los conglomerados contaminantes contemporáneos, para denunciar que DuPont ya sabía desde mediados del siglo pasado acerca de la conexión directa entre las minucias de la fabricación del Teflón y sus consecuencias ultra tóxicas para la salud por experimentos hechos sobre animales y por los mismos nefastos correlatos que tuvieron que padecer sus empleados, incluyendo tumores y malformaciones varias en fetos de mujeres embarazadas. Catalogando el enorme volumen de información técnica y procedimental y debiendo luchar contra las diversas trabas que impone la todopoderosa multinacional, el abogado protagonista verá morir de cáncer a Tennant, padecerá en carne propia la batalla por el volumen de estrés y en esencia descubrirá hasta qué punto las intimidaciones mafiosas son una práctica común en el simpático “mundo de los negocios”.
El Precio de la Verdad establece un constante contrapunto entre la toxicidad extrema de los componentes de la industria química y el desprecio por la vida en general por parte de DuPont, por un lado (circunstancia que puede comprobarse en la comercialización masiva de politetrafluoroetileno a escala global: por más que las dosis sean bajas, el “ingrediente estrella”, el ácido perfluorooctanoico, es resistente a la biodegradación y permanece tóxico dentro del organismo humano o animal), y la perseverancia semi solitaria de Robert y Wilbur en materia de hacerle pagar a la empresa el enorme daño infligido a comunidades que para colmo dependen de DuPont en tanto principal fuente de empleo, por el otro lado (a la paradoja de fondo, esto de una compañía alimentando y envenenando a la par a miles de personas, se suma la triple carga del lentísimo proceso judicial, el agravamiento escalonado de la salud de todas las víctimas y la evidente negligencia/ complicidad/ hipocresía de las agencias gubernamentales que debieron haber controlado el desarrollo de los nuevos productos químicos y su implementación práctica en el día a día de los norteamericanos, encima con lamentables casos de funcionarios estatales arrastrando “llamativos” vínculos pasados o presentes con la empresa en cuestión). El relato no descuida la faceta familiar de Bilott pero tampoco permite que se inmiscuya en el núcleo retórico excluyente, la lucha por justicia, dejando en un correcto segundo plano a la esposa del protagonista, Sarah (Anne Hathaway), una mujer que acompaña al hombre y con quien eventualmente tendrá tres hijos varones que atestiguarán ese deterioro físico y psicológico producto de años de hacer frente a gigantes bien nauseabundos del capitalismo más corrupto y despreciable de nuestros días.
Si bien a priori Haynes parece una elección un tanto extraña para dirigir una película de estas características, la verdad es que el realizador se luce en lo suyo y hasta nos permite descubrir otra dimensión impensada de su carrera, esa que -recordemos- posee un costado experimental a lo Poison (1991), Safe (1995) y Wonderstruck (2017), una propensión a los musicales ambiciosos símil Velvet Goldmine (1998) e I’m Not There (2007) y un muy fuerte interés por el melodrama intelectual cercano a Douglas Sirk, presente en convites como Lejos del Paraíso (Far from Heaven, 2002) y Carol (2015). Un Ruffalo muy inspirado y asimismo productor recibe la ayuda de excelentes colegas en la línea de Camp, Robbins, Hathaway y un Bill Pullman que también maravilla a pesar de su breve participación en pantalla, todo puesto al servicio de una historia que subraya la capacidad dialéctica de este cine tenaza -tan valioso como valiente- capaz de cortarles la cabeza a los psicópatas intra y extra gubernamentales que funcionan como empleaduchos, testaferros o sicarios de estas compañías interesadas en hacerse del control absoluto de los distintos mercados del planeta a nivel de la infraestructura industrial, energética y comunicacional. El Precio de la Verdad llama a las cosas por su nombre y pone el acento en los riesgos a la salud pública que traen consigo prácticas todavía hoy en boga -ya con muchísimos años a cuestas- en lo referido al eterno fetiche sintético que maximice las ganancias y se ajuste al milímetro a los criterios voraces del capital más concentrado y caníbal, siempre dispuesto a fagocitarse a quien sea con tal de cumplir con sus metas y con una espiral ascendente de acumulación que no sólo empobrece a la mayoría del pueblo sino que lo enferma desde una urgencia desoladora…