La aparición de Damien Chazelle en la escena cinematográfica estuvo dada por un pequeño paso con consecuencias rápidas y expansivas. La ruidosa vertiginosidad de Whiplash le permitió ascender sin punto medio a las colinas de Hollywood. Apenas pisando los treinta años, filmaba La La Land, otra carta de amor a la música, pero también al cine, a la edad de oro del cine, y lo hacía a lo grande. Con todos los recursos y la economía en la mesa volvió a demostrar no solo una impecable destreza técnica, sino la huella autoral que demuestra que detrás del director se escondía un verdadero compositor musical. Luego de la pérdida –o el arrebato- de la estatuilla dorada en una bochornosa ceremonia de los Oscar, el niño mimado de la industria prefijaba su próxima misión. Llevar por primera vez a la pantalla grande uno de los hitos más trascendentales del siglo pasado, la llegada del hombre a la Luna. Sí, George Meliés ya lo había logrado en 1902 pero de forma profética y artesanal, ahora se contaba con el dinero y la historia. La posibilidad de hacer un trabajo magnánimo a la altura de lo que el orgullo estadounidense esperaría estaba servido y quedaba entonces a cargo de las jóvenes manos de Chazelle. ¿El resultado? Hay que buscarlo en el título porque El primer hombre en la luna desde la singularización de su nombre elige hacer del acontecimiento una biopic sin épica, riesgosa y sin alma de quien fue el primero en pisar el satélite: Neil Armstrong. Y justamente esa individualización obliga a concentrar la fuerza del filme en el rostro apático y dolido de Ryan Gosling, el elegido para interpretar los logros y las miserias del astronauta y por momentos, el culpable por convertir la carrera espacial en un duelo perpetuo que se vuelve tedioso.
En la escena inicial ya es posible observar donde residen las intenciones de la película y cuál es la potencialidad del realizador. Nuestro protagonista viaja enlatado al borde de la estratósfera, alcanza a contemplar la inmensidad de su planeta y de pronto, algo falla. Comienza a sentirse la claustrofobia y el peligro inminente de la caída en picada. Pero se puede sentir porque el trabajo sonoro lo permite. Mientras la cámara, siempre metida dentro del vehículo, vibra y se sacude como sometida a un principio de apnea, se oye el metal, sus chirridos, las puertas y las tuercas. Se reconstruye a un nivel puramente sonoro la tecnología primitiva y analógica de aquella época. Chazelle consigue -y lo mismo hará en cada una de las pruebas preliminares a la que Armstrong se enfrentará antes de Apolo 11- que el espectador se imagine lo que debía ser viajar en el interior de esas naves de chapa y cinta adhesiva a través de ruidos que terminan armando una sinfonía extraña entre lo industrial y la música concreta. La reconstrucción de época, que pareciera ser una de las búsquedas focales en El primer hombre en la luna, no presenta mayores adversidades, al menos en las escenas que suceden en la Tierra. Pero ¿cómo filmar el espacio exterior de 1969 si éste no tiene edad aparente? ¿Cómo hacerlo con el altísimo nivel que tienen hoy en día los efectos especiales? Para Chazelle la respuesta es fácil y está, como ya dijimos y describimos, encarada desde el sonido.
En cuanto a la historia, el largometraje es esquemático y se esfuerza sobre todo en respetar la biografía y la personalidad del cosmonauta. El tono queda marcado en los primeros minutos con la pérdida de su hija Karen quien muere de un tumor cerebral con apenas cuatro años. Este dolor, al que si bien, le seguirán el fallecimiento de algunos compañeros a medida que irán avanzando en cada una de las pruebas, obliterará de aquí en adelante la fuga de cualquier tipo de emoción por parte del protagonista quien se ensimismará tan dentro suyo que ni los incontables primeros planos de la cara de piedra de Gosling permitirán acceder a sus pensamientos o sus inquietudes. Lo único vivo en la imagen es la cámara, siempre intrépida, movediza y pegada al cuerpo que resalta una y otra vez sus intenciones por situarnos dentro de los preparativos del ambicioso capricho de la NASA por querer hacer historia antes que los soviéticos. Volviendo al personaje de Armstrong, lo que en un sentido lo humaniza al mostrar su sufrimiento y los conflictos con su mujer (Claire Foy), en el otro lo aplana. El papel de Gosling y su duelo irremontable recuerda mucho al tozudo Casey Affleck de Manchester junto al mar. Y esa similaridad, entre un simple individuo que pierde a su hija y otro simple individuo que además de perderla tiene la difícil responsabilidad de ser el primer humano en viajar por primera vez a la luna exige sí o sí una mayor profundidad, otro modo de ser encarado. El primer hombre en la luna sufre las consecuencias de aspirar a ser más que una película de ciencia ficción, lo cual como todo riesgo que se toma, es válido y corajudo. Sin embargo, la escena del alunizaje se hace esperar tanto que cuando llega, no solo pasaron ya casi dos horas, sino que –salvo el plano memorable de la pisada de la bota del astronauta- el aterrizaje nunca alcanza ni el vértigo ni la emoción necesaria. La llegada a la luna prescinde de toda épica y termina volviéndose apenas una misión más de las muchas que vimos minutos antes, solo que con la meta cumplida y sin víctimas fatales.
No obstante, una cuestión interesante en esta escena final y que pone claramente sobre relieve el tipo de historia que Chazelle quiso contar es la eliminación de la bandera estadounidense flameando en la luna a modo de recibo de compra. Esto no significa que el patriotismo no aparezca. De hecho, se utilizan imágenes de archivo del presidente Kennedy repitiendo varias veces sus intenciones de llegar al satélite aunque así también se muestra el lado b de la carrera espacial mediante las críticas del hipismo frente la inutilidad del gasto presupuestario. Esto responde más a la reconstrucción del contexto que a cualquier otra cosa. El verdadero objetivo del realizador está inscripto en la elección de los primeros planos del protagonista, en el espacio otorgado a la esfera familiar, en su deseo individual por cumplir una meta heroica. Quizás el filme también responda a la lógica de la “meritocracia” que estaba presente en los personajes anteriores de Chazelle. En Whiplash el joven baterista era capaz de sangrar e ignorar un accidente automovilístico con tal de no errarle al tempo. En La La Land el personaje de Emma Stone y el mismo Ryan Gosling comprendían que seguir los sueños era incompatible con el amor y éste debía ser extirpado. En El primer hombre en la luna a primera vista no hay sacrificios concretos. Sí hay entrenamientos forzosos con vómitos y estado de peligro constante, pero estos nunca son un problema troncal ni para la película ni para el personaje, o al menos, debido la psiquis hermética del astronauta nunca nos enteramos. Por un lado, está la muerte irreversible de su hija. Por el otro, el objetivo de la NASA de vencer a los soviéticos en el cual Armstrong no tiene ni voz ni voto. Quizás la “meritocracia” hay que rastrearla en su pasividad, o en otras palabras, en la triste necesidad que impone el sistema de obligar a separar la vida laboral de la vida personal.
Por Felix De Cunto
@felix_decunto