Sutileza en el retrato de una adolescente
En unas pocas imágenes al comienzo, la inglesa Andrea Arnold -ganadora del premio del jurado en Cannes con este film- describe los personajes y el ambiente en que se desarrollará su historia y anticipa el estilo conciso y ceñido que adoptará el relato. Es un suburbio de Essex donde viviendas populares sobreviven entre el ruinoso panorama posindustrial y los márgenes del campo. Por allí vagabundea Mia con su gesto brusco, su desorientación y su vaga cólera lista a manifestarse ante el primer contratiempo; quizás anda en busca de algún rincón donde poder entregarse a ensayar sus modestos pasos de hip hop, la única actividad que aparentemente le da placer. A los 15 años es toda confusión y hostilidad: no hay lugar para ella en la escuela, ni entre sus pares, que la rechazan; ni siquiera en casa -la claustrofóbica pecera del título original- donde las relaciones -con una muy avispada hermanita menor y una madre alcohólica demasiado ocupada en atender su propia vida sexual- suelen establecerse en términos de violencia, aunque en cierto momento pueda intuirse que bajo la indiferencia o el desapego existe alguna conexión afectiva entre ellas, mezcla de compasión, solidaridad y pena.
Arnold se interna en el mundo de Mia observando su conducta pero también buscando en el lenguaje de las imágenes (notable trabajo de Robbie Ryan) un equivalente de sus estados de ánimo. En ese sentido, puede excederse a veces en su voluntad metafórica (como en el episodio del caballo o el pez ahogándose fuera del estanque), pero a ese primer gran acierto (la pintura del ambiente de clase baja que puede remitir al cine de Ken Loach, aunque sin intención de crítica social), debe sumarse la sutileza con que expone el proceso de maduración que Mia experimenta a partir de la aparición del nuevo y apuesto novio treintañero que la madre instala en casa y que le presta una atención que nunca recibió antes. La aparente indiferencia inicial de la chica encubre su perturbación interior: la infantil necesidad de cariño se confunde en ella con el despertar del deseo: la tensión crece.
Arnold la administra con maestría y destapa la vulnerabilidad de su personaje con trazos tan sutiles que el retrato resulta, aunque duro y lacónico, persuasivamente conmovedor. No se sabe si la debutante Katie Jarvis es una actriz prodigiosa o se representa a sí misma, pero su presencia es fundamental: un hallazgo de casting, lo mismo que la elección de Michael Fassbender para el papel del carismático galán. Sus labores y las del resto del elenco hablan de la mano firme de la joven cineasta como directora de actores.