Sobre el veneno social y sus derivados.
Sinceramente Joel Edgerton no estaba en el radar de nadie y si bien durante el último lustro acumuló un puñado de roles importantes en películas mainstream, aún le faltaba dar el salto definitivo a ojos de la industria, una suerte de operación de posicionamiento que hoy por hoy lleva a cabo -con gran eficacia- gracias al díptico compuesto por Pacto Criminal (Black Mass, 2015) y la presente El Regalo (The Gift, 2015). Mientras que en la primera el actor descuella como un agente del FBI proclive a endiosar el código de honor de los suburbios, robándole escenas a su contraparte Johnny Depp, en la segunda el australiano dobla la apuesta y se adueña del detrás de cámaras: aquí no sólo se reserva un papel fundamental sino que además escribe y dirige el film, un ejercicio maravilloso en el campo del suspenso.
La historia gira alrededor de una pareja de buen pasar, Simon Callum (Jason Bateman) y su esposa Robyn (Rebecca Hall), y el misterioso Gordon Mosley (Edgerton), ex compañero de colegio de Callum. Un encuentro fortuito, luego de muchos años sin verse, pronto deriva en una relación casi unilateral por parte de Gordon, ya que Simon no desea “ponerse al día” ni ve con regocijo la andanada de pequeños obsequios que el susodicho deja en el caserón del matrimonio. La propuesta esquiva el modelo hitchcockiano -actualmente vetusto- del hombre común al que le ocurren cosas extraordinarias (el personaje de Bateman), y también evita caer en su opuesto exacto, centrado en las ambigüedades del “villano”, un recurso que agotaron los discípulos más heterodoxos del británico a partir de la década del 70 (Gordon).
De hecho, en esta oportunidad el acento narrativo está puesto al servicio de una tercera y mucha más interesante perspectiva, la de Robyn: este punto de vista intermedio, que se nos presenta como “objetivo”, resulta a la vez superador con respecto a los dos anteriores y además permite un mayor involucramiento del espectador para con el desarrollo escalonado del acecho. Por supuesto que la trama trae a colación la premisa de las cuentas pendientes de tiempos remotos y desdibuja la línea entre la víctima y el victimario, trastocando los lugares a conciencia, no obstante la intervención de la esplendorosa Hall nos rescata de los estereotipos de los relatos de invasión de hogar y acerca el derrotero a un humanismo muy lúcido que balancea lo dado por sentado a nivel vincular y cada descubrimiento de la mujer.
El realizador construye con destreza y armonía la psicología de los tres protagonistas, desde una primera mitad que hace foco en los roces de turno y una segunda parte que exacerba los rasgos de base de la dimensión dramática: si por un lado Simon es el típico burguesito despiadado, cobarde y oportunista (que se rehúsa a creer que todo lo que consiguió en su vida no es más que una torre de naipes a espera de un viento fuerte) y Gordon se mueve como un lumpen bajo el signo de los desvalidos (la falsa humildad se transforma de golpe en su fetiche, siempre a punto de estallar y/ o mostrar los dientes vía un gruñido), en el otro extremo tenemos a Robyn, quien se suele engañar a sí misma en lo referido a la supuesta “excelencia” de su marido (percatándose del fraude ya tarde, en un momento de fragilidad).
Una vez más ese pasado oculto, que emerge paulatinamente ante nuestra mirada curiosa, deja en harapos a las mentiras que lo tapaban y al contexto que las ratificó, un sustrato hipócrita y cruel que funciona como una especie de veneno social en plena expansión desde el ámbito público al privado, destruyendo todo a su paso. Edgerton se preocupa por aclarar que Robyn no es -en un cien por ciento- una pobre ingenua y la legitima a través del engranaje del dolor, en esta ocasión fusionado una maternidad maltrecha, la depresión y la valentía/ entereza para sobrellevar el conflicto entre los dos hombres. Como cabía esperar, el desempeño actoral adquiere la misma preponderancia que posee el devenir del guión, y entre ambos redondean una ópera prima exquisita que sorprende gracias a su inteligencia…