Hace tiempo que Disney está trabajando sobre la nostalgia de los espectadores reinventando buena parte de los clásicos de su propiedad con nuevas versiones que incluyan alguna vuelta de tuerca (la última moda es aportarles carne y huesos a aquellas legendarias películas animadas) o, como en este caso, secuelas más parecidas a una remake que a una continuación. Mary Poppins era una apuesta riesgosa, sobre todo a la hora de encontrar un reemplazo para Julie Andrews.
Emily Blunt se animó a hacerse cargo del paraguas y la valija mágica en El regreso de Mary Poppins. La actriz es el punto más alto de esta secuela vistosa y engalanada por una hermosa animación en 2D y un vestuario de época deslumbrante. Blunt le da vuelo propio al personaje sin encasillarse en la empalagosa versión de la niñera que popularizó Andrews. La excusa argumental de esta nueva caída de los cielos es que los chicos de la película original, Jane y Michael, vuelven a necesitar a la niñera mágica un par de décadas después del primer encuentro, en tiempos de la Gran Depresión en Londres.
Los problemas familiares son aquí mucho más graves que en la original (dos chicos sufrían ante la indiferencia de sus padres) y la imaginación mágica de Mary Poppins esta vez tiene que hacerle frente al tradicional matricidio de las aventuras de Disney. Los hermanos Banks viven juntos con los tres hijos de él, deprimido porque acaba de enviudar, en la casa familiar que están a punto de perder por la falta de pago de un préstamo al banco. Y la niñera volvió para proteger a la familia con la ayuda del farolero Jack, que ocupa el rol de aquel deshollinador interpretado en 1964 por Dick Van Dyke.
El especialista en musicales Rob Marshall (Chicago, Nune, En el bosque) vuelve estas dificultades transitorias y superficiales al ir desentendiéndose de todos los problemas de los tres chicos a medida que van ganando lugar las canciones. Y ahí es donde se nota que es imposible que El regreso de Mary Poppins esté a la altura de aquella película de Robert Stevenson. La narración de Marshall termina rehén de las coreografías y se diluye entre ensaladeras rotas y comprobantes bancarios perdidos. Y encima el himno deshollinador Chim Chim Cher-ee y Supercalifragilisticoespialidoso miran demasiado desde arriba los esfuerzos de Lin-Manuel Miranda y Blunt por poner a la nueva versión a la altura.
No importa mucho la tenacidad ni la capacidad de Blunt cuando la película decide marginar de a ratos a su propia protagonista. El arbitrario final de la película es un buen ejemplo de cómo la niñera termina quedando relegada en esta nueva versión más preocupada por rendirle pleitesía a Dick Van Dyke y Julie Andrews (cuya ausencia es notoria y sorpresiva en la última secuencia) que por imaginarle un camino propio a su gran protagonista.