En una cartelera donde el terror nacional no siempre encuentra su espacio, y cuando lo hace –sea en festivales independientes o en algún que otro cine comercial- suele ser solo la excusa para la congregación de fieles aficionados al género, la nueva película de los uruguayos Oscar Estévez y Joaquín Mauad está exento de bromas suavizantes y de baños de hemoglobina artificial. El terror de El sereno es mental, y al igual que su consternado protagonista interpretado por el sobrio Gastón Pauls, es capaz de mantenernos hora y media con los ojos abiertos como reflectores de bajo consumo. Lo que no asegura que el cubo rubik que va girando y girando en nuestras cabezas, dilucidando pistas o descartando cebos plantados por los propios guionistas, quede del todo armado.
Bajo una estética espectral, con luces que irrumpen desde el techo para perforar la oscuridad y toda una serie de valorables aspectos técnicos, El sereno transcurre en su mayoría en un depósito semi abandonado, laberíntico y gris del cual Fernando deberá cuidar hasta que lo demuelan. Sin embargo, la expresión perturbada del protagonista hace sospechar que algo le pasó, que algo hizo, que algo no está bien, y será en las inmediaciones de esa mole de hormigón donde ciertos recuerdos, fantasmas del pasado, irán acechando al sereno solitario en un esquizoide juego que, dicho sea de paso, acercará el filme hacia los terrenos cenagosos del thriller psicológico. Lastimosamente no faltarán los cortes de luz, los ruidos en fuera de campo, bebés y mujeres que lloran, el coqueteo previsible de la invasiva banda sonora; en fin, golpes de efecto que lo único que hacen es distraer, tanto a nosotros como a un desprotegido Gastón Pauls que apunta su linterna a modo de sable de luz en busca de revelaciones que, en definitiva, se ocultan en su inconsciente.
Lo que hace interesante al espacio, además de ser un recurso ahorrista al contener prácticamente toda la película dentro suyo, es su sentido metafórico que lo convierte en un limbo, o más específicamente, en un purgatorio. El depósito está en el límite, pronto desaparecerá y será puro polvo. Es real pero no por mucho, y para colmo, en su forma también es difuso. Sus corredores están interconectados como la tela de una araña y un rincón que en teoría parece lejano está a una puerta de distancia dando la sensación de que Fernando está encerrado en una especie de maqueta maldita digna de alguna obra de M.C. Escher.
Si bien estamos ante una ambientación penumbrosa, muy bien lograda, a nivel guion los bocados que deberían alimentar el misterio son débiles, austeros y hasta diría previsibles ya que el cénit termina siendo visto media hora antes de que termine. Sin lugar a dudas, lo que sobresale es la cáscara aunque el riesgo tomado por Estévez y Mauad por escaparse un poco del terror usual de estas latitudes y meter los sesos en un terror más profundo, existencial -en las filas de El Resplandor (Stanley Kubrick, 1980) o La Escalera de Jacob (Adrian Lyne, 1990)- más ambicioso si se quiere, a fin de cuentas, merece por lo menos el respeto por el intento.
Por Felix De Cunto
@felix_decunto