La larga introducción (al estilo Amélie) responde al título original: a partir del nombre del protagonista, Arthur Martin, se asciende por los árboles genealógicos de la pareja central: ella, Baya, viene de familia argelina y entiende el compromiso político heredado de su madre (ex hippie) como una misión: debe ganar a los fachos para la noble causa de la izquierda y para eso emplea un arma infalible: el sexo; él, fanático de Lionel Jospin, es un científico respetuoso del principio de precaución (sobre todo ahora que despunta el riesgo de la gripe aviaria) y carga con el nombre de cocina que le han puesto sus padres para olvidar el pasado sufrimiento de la madre en Auschwitz; ella es un torbellino, pura energía, ninguna inhibición y el manifiesto deseo de la armonía universal, alcanzable cuando haya logrado convertir a todos los que ella juzga de derecha; él es (lo aprendió en familia) todo corrección, compostura, discreción; de izquierda moderada como su ídolo político.
Empiezan peleando: por su nombre y sus posturas, ella ve en él a un conservador. Debe, pues, rescatarlo vía sexo, pero el tratamiento se demora porque él tiene sus obligaciones. En el ritmo vertiginoso que impone Baya (a la vitalidad que Sara Forestier ya contagiaba en Juegos de amor esquivo le ha sumado un desenfado sexy que la hace irresistible), esta comedia político-romántico-satírica aborda unos cuantos temas de actualidad -la intolerancia, la aceptación de las diferencias, el reconocimiento del prójimo, el peso del prejuicio- al mismo tiempo que pone su atención sobre cuestiones que encienden polémicas en la sociedad francesa y que tienen que ver con la identidad nacional, como el velo islámico, la memoria de la persecución de los judíos, la integración social de los descendientes de inmigrantes, el recuerdo de ciertas jornadas electorales que encumbraron a algunos líderes y jubilaron a otros. Como Jospin, que se suma a la acción interpretándose a sí mismo y tomándose bastante en broma con toda naturalidad. Seguramente el éxito obtenido por el film en Francia no es ajeno a las abundantes ironías que contiene el diálogo y que no siempre pueden ser apreciadas en su totalidad por el espectador local.
Aunque en muchos casos el dibujo de caracteres tiende deliberadamente a la caricatura, todos los temas mencionados son tratados con inteligencia y chispeante comicidad. El desparpajo de la bella Forestier es un factor determinante, pero también contribuye a enriquecer el film el desempeño de los demás intérpretes, en especial ese gran comediante que es Jacques Gamblin.