Al igual que la figura del Pombero en Argentina y Paraguay, o de la Llorona en México, el Silbón es un alma en pena con sed de venganza, un espectro que se manifiesta, tal como lo indica su nombre, a través de un singular silbido y que como todo justiciero castiga a quienes hacen el mal. El cineasta Gisberg Bermúdez Molero exhuma entonces esta popular leyenda venezolana para llevarla por primera vez a la pantalla grande. Ahora bien, sería un error caer en la idea de que la historia por ilustrar parte del folclore de un país estaría indefectiblemente ampliando o renovando el género de terror y permitiéndonos pensar en algo así llamado “terror latinoamericano”. Tal como el personaje de Ángel –el mismísimo Silbón- carga con la maldición de llevar a cuestas los huesos de su padre en una bolsa (huesos que quedaron del parricidio que él mismo efectúo debido a los constantes abusos y maltratos que padecía, llegando incluso a ser azotado y colgado boca abajo de un poste de madera) el filme jamás consigue despegarse de los clichés hollywoodenses que presenta el terror más mainstream, hueco y de puro envoltorio. Infaltable la silla meciéndose sola y los dibujos proféticos de una niña endemoniada que al parecer comparte vestuarista con la chica trastornada de The Ring.
De todas maneras, presenta una fotografía impecable, hasta diría hipnótica, en la manera en que capta el bucolismo de un imponente árbol o de un río que corre rabioso que nada tiene que envidiarle a The Witch o The Sinister. Sí hay una reconstrucción de época sólida que nos traslada en cada plano a la superstición de la ruralidad venezolana del Siglo XIX, allí donde lo cristiano se cruzaba con lo pagano y la cultura originaria todavía calaba hondo en los temores criollos. Pero más allá a lo que respecta a la verosimilitud, El Silbón se acerca a la leyenda con una falsa inocencia, fingiendo precaución, como si estuviese frente a un animal salvaje del que ya sabe cuándo, dónde y cómo va a atacar. Esa manía de acudir al in crescendo y a la hipersaturación sonora deja en evidencia la ligereza con que fue encarada la trama. Incluso, los intentos por reafirmar a través del fundido a negro el carácter de mito oral que tiene el Silbón, como un mensaje que divaga de boca en boca, que aparece y reaparece en diferentes épocas, deja al descubierto la imposibilidad de articular no solo algunas escenas, sino las dos historias paralelas que componen el origen y el presente de esta leyenda contada en idioma local, pero con tono extranjero. Leyenda, que como ocurre en la ventriloquia, la voz que habla no pertenece al muñeco que mueve los labios, sino que es de quien realmente lo maneja.
Por Felix De Cunto
@felix_decunto