Con una ayudita de ultratumba
Scott Derrickson no es precisamente una luminaria del cine pero resulta indudable que en el contexto del paupérrimo panorama cultural actual el señor funciona como uno de los pocos artesanos trabajando en el mainstream de nuestros días, categoría que también abarca a los variopintos M. Night Shyamalan, James Wan, Mike Flanagan, John Erick Dowdle y Jaume Collet-Serra, directores que en líneas generales le dedican cariño verdadero a lo que hacen, entienden en serio el cine de género y suelen preferir cierto margen de independencia por sobre los automatismos, la incesante repetición y los cheques abultados de las franquicias y demás productos estandarizados que promedian hacia abajo el horizonte de calidad de los productos que inundan el mercado internacional. A tal punto el estadounidense sigue estos lineamientos -nada revolucionarios pero indicadores de una personalidad propia- que justo viene de ser echado de la producción de Doctor Strange en el Multiverso de la Locura (Doctor Strange in the Multiverse of Madness, 2022), un proyecto que por cierto cayó en manos del hoy lastimoso Sam Raimi, a raíz de su pretensión de redondear una película de terror hecha y derecha en detrimento de las pavadas de siempre del “emporio Marvel” y su principal responsable, el productor Kevin Feige, personaje patético que oficia de agente uniformizador compulsivo de film en film para lo que de otra forma podría ser una riqueza que amplíe la oferta formal y simbólica de la saga de superhéroes en vez de empobrecerla.
En este sentido vale aclarar que Derrickson es un realizador y guionista desparejo, como casi siempre lo son los creadores que trabajan mayormente por encargo, con la capacidad de entregar basura como Doctor Strange (2016), la realización que originó la secuela de la discordia, Hellraiser: Inferno (2000), quinto y bizarro eslabón para video de la franquicia iniciada por la gloriosa faena original de Clive Barker de 1987, y El Día que la Tierra se Detuvo (The Day the Earth Stood Still, 2008), remake muy poco interesante del clásico de ciencia ficción de Robert Wise de 1951, propuestas mediocres aunque con alguna que otra escena eficaz que dejaba en evidencia la destreza de Derrickson para el aprovechamiento de las fórmulas retóricas más antiguas, pensemos por ejemplo en El Exorcismo de Emily Rose (The Exorcism of Emily Rose, 2005) y Líbranos del Mal (Deliver Us from Evil, 2014), y finalmente obras en verdad loables que recurren en gran medida a múltiples clichés de los géneros en cuestión aunque también logrando destacarse por su fuerza y una algarabía cuasi exploitation, en este caso nos referimos a Sinister (2012), pequeña epopeya sobrenatural protagonizada por el imponderable Ethan Hawke, y la presente El Teléfono Negro (The Black Phone, 2021), dos trabajos más que dignos que permiten recuperar las esperanzas de ver productos potables y con mucha garra discursiva -o por lo menos un poco de astucia- en épocas de “vacas flacas”, redundancias, poca imaginación y demasiada corrección política.
Basada en el relato corto homónimo del 2004 de Joseph Hillström King alias Joe Hill, hijo del afamado Stephen King y escritor que ya ha sido adaptado en formato largometraje de la mano de Cuernos (Horns, 2013), de Alexandre Aja, y En la Hierba Alta (In the Tall Grass, 2019), de Vincenzo Natali, y bajo el halo se las series mediante NOS4A2 (2019-2020), de Jami O’Brien, y Locke & Key (2020-2022), de Meredith Averill, Aron Eli Coleite y Carlton Cuse, la historia gira alrededor de Finney Shaw (Mason Thames), un niño de 13 años que vive en 1978 en los suburbios de Denver, en el Estado de Colorado, junto con su hermana Gwen (Madeleine McGraw) y el padre de ambos Terrence (Jeremy Davies), un alcohólico muy inestable a nivel emocional que despierta temor en sus vástagos desde que la madre se suicidó por lo que parece haber sido un delirio vinculado a una capacidad psíquica que en sus sueños le permitía conocer hechos y personas con los que de otro modo jamás habría entrado en contacto. Su vida, resumida en los abusones de siempre, sus pocos amigos y un interés romántico del colegio, se viene abajo cuando es secuestrado por un asesino en serie especializado en purretes que anda rondando la región, El Captor/ The Grabber (Hawke), psicópata que confina a Finney a una celda insonorizada en un sótano mugroso con la única compañía de un colchón, un inodoro y ese teléfono negro desconectado, un aparato que el muchacho utiliza para comunicarse con las víctimas previas -y ya fallecidas- del chiflado.
Amén de la insólita ayudita de ultratumba que recibe el protagonista, el film logra abrirse camino entre tanto thriller similar de entorno cerrado, raptos o tortura psicológica más o menos sutil gracias a la propensión del director y guionista -en este último rubro trabajando junto a C. Robert Cargill, colaborador de Derrickson en Sinister y Doctor Strange– a no menospreciar el intelecto del espectador, por ello mismo Finney es mucho más perspicaz que el mocoso promedio del suspenso de destino masivo y la faena que nos ocupa no tiene en general problema alguno en mostrar la violencia entre niños y aquella otra entre éstos y los adultos, tanto machos como hembras, lo que le agrega una pátina de realismo sucio y bastante doloroso a una película que juega continuamente con la fantasía lúgubre de las conversaciones del niño con el Más Allá y de la herencia de Gwen en materia de la destreza psíquica/ onírica de su progenitora, esquema que enriquece la trama porque en paralelo a los intentos de escape del joven se mueven las hilarantes charlas de la chiquilla con Jesús para que la asista en eso de soñar con la casa que oficia de prisión prosaica del abducido. Desde ya que El Teléfono Negro no es para nada novedosa o “de quiebre”, sin embargo su arribo es motivo de celebración porque se extrañaba muchísimo una odisea atrapante y osada alrededor del latiguillo a priori quemado del homicida en serie en busca de una presa siempre dócil, planteo que hoy por suerte se complejiza y se expande a través del genial trabajo actoral de Thames y un Hawke que despunta como un villano antológico con una galera y una máscara diabólicas semejantes al Lon Chaney de La Casa del Horror (London After Midnight, 1927), legendaria epopeya muda y perdida de Tod Browning, y al Doctor Caligari de Werner Krauss de El Gabinete del Dr. Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, 1920), obra maestra de Robert Wiene. Planteada como un juego del gato y el ratón bien claustrofóbico y directo con un desenlace memorable, El Teléfono Negro es un ejemplo maravilloso de lo mucho que puede hacerse con escasos recursos y sin la manía mainstream de ensalzar la levedad discursiva y esas épicas inofensivas que pronto caen en el olvido…