El teléfono negro reúne dos de las mente creativas que mejor vienen trabajando el terror. Por un lado, el escritor Joe Hill (muy digno hijo de su padre, Stephen King), autor del cuento en el que se basa. Por otro lado, Scott Derrickson, que ya había demostrado sus credenciales en la subestimada Hellraiser: Inferno, El exorcismo de Emily Rose, El día que la tierra se detuvo (en este caso, ciencia ficción), Sinister, Líbranos del mal y Doctor Strange. Se suponía que iba a dirigir la secuela del Hechicero Supremo de Marvel, que apostó por más monstruos y sustos, pero su enfoque del género, más adulto, lo alejó del proyecto, que se benefició del tono más lúdico -pero no menos grandioso- de Sam Raimi.
La acción tiene lugar en un pueblo de Denver durante 1978 y es, ante todo, un coming of age que pronto se revela amargo y desesperado. El tímido y sensible Finney (Mason Thames), de 13 años, experimenta el miedo y la violencia en las calles (peleas de preadolescentes), la escuela (es el blanco predilecto de los matones de la clase), incluso en su propia casa; el padre (Jeremy Davis) es un alcohólico que los maltrata a él y a Gwen (Madeleine McGraw), su hermana menor. Las películas de terror y el enamoramiento de la chica linda del curso apenas son un consuelo. Y como si aquel calvario no fuera suficiente, los chicos del pueblo están siendo secuestrados por alguien a quien apodan The Grabber. Pronto Finney es otra víctima del invididuo (Ethan Hawke), que lo encierra en un sótano poco iluminado. Allí sobresale un teléfono negro, antiguo, que parece no funcionar… hasta que suena.
Uno de los méritos de Derrickson -junto a su co-guionista, C. Robert Cargill- es el de saber integrar a la relación de Finney y Gwen, el verdadero corazón del film, la trama de un asesino serial y los elementos sobrenaturales. Esto último tiene dos vertientes: las pesadillas de la niña, que se relacionan con las desapariciones y The Grabber, y el teléfono, por el que el chico irá recibiendo llamados de los niños asesinados, para advertirlo y ayudarlo. Así se obtiene un tono parecido al de la obra de King y al díptico de It, de Andy Muschietti (no es casual que uno de sus actores participe aquí), donde la crueldad de vecinos y familiares de los protagonistas por momentos era más shockeante que cualquier acto del monstruo. De hecho, la escena más perturbadora e impredecible de El teléfono negro no involucra al villano principal. Asimismo, la incorporación de lo fantástico también conecta con una de las preocupaciones del realizador: personajes que entablan vínculos con otros mundos, lo que traerá diferentes consecuencias.
Derrickson -que reconoce los tintes autobiográficos de la historia- también acierta al privilegiar una narración clásica y prescindir de explicaciones alrededor de la figura del psicópata, que usa máscaras demoníacas cortesía de Tom Savini y su socio, Jason Baker, para Callosum Studios. Esto conecta con las primeras entregas de La masacre de Texas, mencionada dos veces, y Halloween, emblemas del cine de terror de la época. En cuanto a exponentes posteriores, remite a la australiana Fortress, en la que un grupo de alumnos y su maestro son atrapados por un grupo de enmascarados y deben aprender a sobrevivir.
Y otro punto importante para Derrickson: pone énfasis en la atmósfera de tensión y peligro, y reduce al mínimo indispensable los jump scares, lo que la diferencia de la mayoría de las producciones comerciales del género de los últimos años.
Imposible no detenerse en el elenco. Hawke sabe ser tan perverso como fascinante, y sin casi revelar la cara y, en algunos casos, casi sin moverse. Una versión del homicida que supera a la del cuento, donde luce como un hombre obeso que es payaso ocasional, clarmente inspirado en John Wayne Gacy. Pero son Mason Thames y Madeleine McGraw quienes sostienen la propuesta con interpretaciones de una madurez infrecuente en gente tan jóven.
Con una sobria recreación de época (la nostalgia está presente, pero en su medida justa, sin pose), El teléfono negro aporta una novedosa variante del boogeyman y profundiza en el aspecto más crudo de la pérdida de la inocencia y el camino a la madurez.