Comprender al prójimo.
Toda leyenda de la actuación que se siente en el crepúsculo de su carrera suele encarar uno o varios proyectos de las características de El Último Amor (Mr. Morgan’s Last Love, 2013), un representante de esa raza de films centrados en la premisa “señor mayor y/ o entrado en años comienza una relación un tanto imprecisa con una señorita que no llega ni a la mitad de su edad”. Dentro del subgénero encontramos dos categorías, cada una con sus rasgos: por un lado tenemos protagonistas que han enviudado recientemente (aquí las películas juegan con la amargura y cierto tono sensiblero), y por el otro están los solterones que nunca sentaron cabeza (el humor rabioso va de la mano de una libido que ha renacido).
Por supuesto que con semejante título cae de maduro que estamos ante un ejemplo de la primera vertiente, en esta oportunidad con un Michael Caine más allá del bien y del mal: la esposa de Matthew Morgan falleció hace tres largos años y el susodicho vive solo en París, no habla nada de francés y su “energía vital” ha mermado significativamente. La joven que le inyectará nueva vida es Pauline Laubie (Clémence Poésy), una profesora de danza a la que conoce en una travesía ocasional y con la que entablará amistad. Caine compone con gran oficio a un hombre que se maravilla ante el misterio que encierra Pauline, una chica que atesora la familia tradicional que nunca pudo tener, esa que Matthew desprecia a diario.
A pesar de que durante la primera mitad del convite la historia que propone la directora y guionista Sandra Nettelbeck recorre las sendas clásicas del drama romántico, en su versión light y meditabunda, luego nos topamos con un volantazo que modifica el eje narrativo. A partir de un acontecimiento del que conviene no adelantar demasiado ya que constituye una de las pocas sorpresas en cuanto al desarrollo, la obra se transforma en un estudio sencillo aunque bastante eficiente de la dinámica hogareña y los vínculos resquebrajados por el tiempo. El mayor inconveniente de la realización es precisamente su falta de originalidad, en consonancia con diálogos de escaso peso conceptual y un metraje quizás algo excesivo.
En buena medida la labor del elenco compensa los desniveles formales y construye un verosímil entrañable, destacándose no sólo la química del dúo Caine/ Poésy sino también la presencia de Justin Kirk y una reaparecida Gillian Anderson, ambos interpretando a los hijos de Morgan. La capital francesa vuelve a funcionar como un personaje más, retratada como una burbuja vintage desde una fotografía de corazón preciosista. Mucho más que la despedida o el escapar a la soledad, la película analiza el proceso de comprender al otro cercano, dejar de asignarle culpas y recrear una conexión que se consideraba desaparecida, condenada a ser el responsorio de los marchitados frente a las calamidades del destino…