Juicio por combate
Jacques Le Gris y Jean de Carrouges fueron un par de escuderos franceses del Siglo XIV que dentro del sistema feudal sirvieron a nivel conceptual al Rey Carlos VI o Carlos el Loco, quien progresivamente padecería un serio caso de psicosis, y a nivel más mundano primero al Conde Robert d’Alençon y después a su hermano, el Conde Pierre d’Alençon, cuando el anterior fallece. Le Gris, un hombre corpulento, alfabetizado, mujeriego y muy inteligente y un clérigo menor dentro de la iglesia cuando joven, y Carrouges, un sujeto temerario y porfiado que sirvió fielmente a la realeza en las muchas carnicerías del período, no sólo eran colegas militares sino también amigos y vecinos y el primero incluso ofició de padrino del hijo del segundo. La disputa entre ambos crece de a poco y abarca diferentes facetas y hechos: al fallecimiento repentino e inexplicable del vástago de Carrouges y su esposa, Jeanne de Tilly, hija de un señor feudal cuya dote incluía tierras y rentas varias, se suman celos evidentes por parte de Jean para con su amigo, un Le Gris que se vuelve el favorito de Pierre d’Alençon, especie de mandamás administrativo de sus propiedades, adquiere preeminencia entre la nobleza, fruto de su educación eclesiástica y garantía tácita de evitar todas las campañas castrenses, es designado a cargo de un importante castillo de montaña en Bellême, jerarquía que fue del padre de Carrouges, y finalmente recibe del Conde una enorme finca en Arnou-le-Faucon, confiscada por Pierre a raíz de deudas y disfrazada de venta, que supo ser de Robert de Thibouville, un noble que se situó dos veces en contra de la corona gala en conflictos bélicos y entregó en matrimonio a Jean a su única hija, Marguerite de Thibouville, todo por una nueva dote de tierras y rentas que Carrouges decía que incluían el paraje de Arnou-le-Faucon. Luego de juicios que se resolvieron a favor de Le Gris y del amo de ambos, uno por la finca y otro por el castillo, y una mínima reconciliación en el hogar de un amigo mutuo, Jean Crespin, el odio se hace carne cuando la segunda esposa de Carrouges, Marguerite, acusa de violación a Jacques, quien ingresó en la morada de su ex cofrade cuando éste estaba ausente con la ayuda de un sirviente, Adam Louvel, lo que generaría que el marido agraviado reclame ante el monarca y el Parlamento de París un juicio por combate para saltearse la autoridad de Pierre d’Alençon, aliado de siempre de un Le Gris que prefería la alternativa del duelo antes que la cobardía de solicitar un tribunal religioso por su pasado como clérigo, jugada que implicaría no arriesgar la vida.
De un modo similar a la aparición de sus obras previas, las muy cercanas Alien: Covenant (2017) y Todo el Dinero del Mundo (All the Money in the World, 2017), o a aquel doble regreso luego del exitazo de Gladiador (Gladiator, 2000), nos referimos a Hannibal (2001) y La Caída del Halcón Negro (Black Hawk Down, 2001), El Último Duelo (The Last Duel, 2021), la última maravilla de Ridley Scott, se anticipa a La Casa Gucci (House of Gucci, 2021) y hasta nos retrotrae a la ópera prima del célebre cineasta inglés, Los Duelistas (The Duellists, 1977), ahora leída desde la arquitectura dramática fragmentada de Rashômon (1950), de Akira Kurosawa, aquella gloriosa reincidencia sobre los mismos hechos para explicitar las diversas perspectivas ante un caso criminal bastante polémico. Así como Los Duelistas estaba basada en el cuento El Duelo: Una Historia Militar (The Duel: A Military Story), de Joseph Conrad, incluido en la antología literaria Un Juego de Seis (A Set of Six, 1908) e inspirado en las batallas que protagonizaron dos militares galos que vivieron entre el Siglo XVIII y el Siglo XIX y llegaron a ser generales, Pierre-Antoine Dupont de l’Étang y François Fournier Sarlovèze, colegas oficiales que lucharon en las Guerras Napoleónicas y se batieron unas 30 veces a lo largo de dos extensas décadas -tanto a pie como montando caballos- con sables, espadas y pistolas, en pantalla rebautizados respectivamente Armand d’Hubert (Keith Carradine) y Gabriel Feraud (Harvey Keitel), la película que nos ocupa está basada en El Último Duelo: Una Historia Verdadera de Juicio por Combate en la Francia Medieval (The Last Duel: A True Story of Trial by Combat in Medieval France, 2004), libro de investigación del norteamericano Eric Jager, un crítico literario y especialista en literatura de la Edad Media que exploró los pormenores previos a la refriega en sí del 29 de diciembre de 1386 entre los dos militares al servicio del Conde Pierre d’Alençon, Carrouges ya convertido en Caballero con anterioridad y Le Gris transformándose en uno justo antes de la contienda para equilibrar el asunto y evitar hipotéticas rebeliones de un vulgo que podría defender al escudero Jacques por sobre su superior formal Jean, todo dentro de una concepción legal/ estatal que ponderaba al ganador como una señal de la voluntad de Dios y que condenaba a la hembra que brindase falso testimonio en un caso de violación a ser quemada en la hoguera, amén de armaduras aparatosas, corceles a tono y cruentos juguetes del óbito como lanzas, espadas, hachas y hasta una daga larga conocida como misericordia.
El guión de Nicole Holofcener, Matt Damon y Ben Affleck, primera colaboración de estos dos últimos desde En Busca del Destino (Good Will Hunting, 1997), opus de Gus Van Sant, respeta a rajatabla la andanada de situaciones in crescendo y además, como decíamos antes, apuesta por ofrecer los puntos de vista complementarios de Carrouges (Damon), Le Gris (Adam Driver) y Marguerite de Thibouville, llamada luego del matrimonio Marguerite de Carrouges (Jodie Comer), en esencia la misma exacta retahíla de sucesos bajo tres capítulos aunque con una acentuación reveladora de la tendencia del ser humano a autovictimizarse como una estrategia de supervivencia mientras utiliza al prójimo según los intereses de turno o muta en su verdugo de la mano de la paranoia, el desapego, la ambición, el frenesí erótico y/ o esa costumbre social de buscar enemigos cíclicos para autoafirmarse a escala identitaria. Carrouges se pinta a sí mismo como mucho más amoroso de lo que en realidad es, un hombre duro y posesivo y soldado de toda la vida que estima mucho más a su madre, Nicole de Buchard (Harriet Walter), que a la anodina de su esposa, una muchacha joven y muy bella que no puede entregarle un hijo, ese anhelado heredero varón que reemplace al fallecido, y que para colmo de males queda embarazada luego de la violación, por ello en parte el escudero redirecciona hacia Le Gris su enorme animadversión para con Pierre d’Alençon (Affleck), el cual le negó la capitanía del castillo de Bellême, tomó posesión de los valiosos terrenos en Arnou-le-Faucon y hasta le prohibía aumentar su patrimonio vía la compra de fincas lindantes, esquema que le permite canalizar el odio en los procedimientos jurídicos y atacar subrepticiamente al Conde mediante sus múltiples injurias contra su mano derecha, Jacques, un señor que se autoconvence tanto de su buena voluntad frente a los embates de su amigo, incluso evitando una confiscación por deudas contraídas ante Pierre, como de su enamoramiento sincero en relación a la ninfa a partir de un beso inusualmente apasionado entre ambos en casa de Crespin (Marton Csokas), quien celebraba el nacimiento de su hijo, llevando a que se imponga sobre la fémina en la intimidad gracias a un Louvel (Adam Nagaitis) que utiliza para ingresar con mendacidad en los dominios de Carrouges, dejándonos en última instancia con la perspectiva de una Marguerite cosificada que pasa de ser propiedad de su padre a objeto tutelado por su esposo, quien no aprecia su destreza para la administración y le reclama un vástago, por ello en apariencia ella coquetea con Le Gris.
Una vez más el Scott veterano vuelve a demostrar su maestría visual y narrativa, ahora apoyándose en la fotografía de Dariusz Wolski, la música de Harry Gregson-Williams, la edición de Claire Simpson y el diseño de producción de Arthur Max, todos rubros en verdad exquisitos, para construir un lienzo histórico muy complejo en el que no sólo los protagonistas son en simultáneo víctimas y victimarios sino unos cómplices más o menos pomposos de un estado de cosas que se duplica en injusticias de todo tipo que por supuesto tienen que ver con la red de fondo del poder aristocrático, el oscurantismo cristiano y la sociedad hiper segmentada y estructurada de entonces, así Carrouges puede ser un tirano caprichoso de entrecasa pero también un adalid de esa moral y confianza irrestricta capaz de luchar hasta las últimas consecuencias en gestas enraizadas en la ofuscación y en las inequidades de su tiempo, etapa que no se diferencia demasiado de nuestro presente y que tiende a privilegiar al puterío de las elites políticas y económicas por sobre las batallas para sobrevivir de la plebe y sus homólogas bien literales de los ejércitos locales que combatían sin cesar contra el Reino de Inglaterra y el Imperio Otomano, y Jacques Le Gris, por su parte, funciona como una metamorfosis espiritual del advenedizo eterno de Los Duelistas, ese Armand d’Hubert de Carradine, aunque ahora llevado al terreno de un militar que muta primero en burócrata, esbirro y tesorero y luego en noble de cotillón en la corte de Carlos VI (Alex Lawther) y en compinche de un Pierre d’Alençon siempre hedonista, el cual por un lado engendraba muchos vástagos con su esposa y por el otro se consagraba a orgías con prostitutas en su castillo en las que participaba su segundo, Jacques. La realización sigue el parecer general en Francia, donde el caso trepó con los siglos al estrato de leyenda cultural y signo absoluto de época, en materia de considerar a la violación como incuestionable, de allí que lo más cercano a la verdad definitiva sea la óptica particular de Marguerite, una proto burguesa aburrida, frígida y ricachona de mierda aunque asimismo una marginada dentro del escalafón del poder patriarcal, panorama que no obstante por suerte nos evita cualquier planteo feminazi marketinero, el estándar de nuestros días en el mainstream y el indie, y nos coloca frente a un retrato multifacético de la hegemonía gubernamental y sus pugnas internas, unas ridículas y frustrantes porque el canibalismo es moneda corriente, la mayoría de los atropellos caen en la impunidad e incluso Carlos VI ya mostraba signos de ser un mega imbécil en camino hacia la locura. Damon, Driver, Comer, Affleck, Walter y Lawther entregan un desempeño excelente, al igual que el resto del elenco, y se agradece mucho el sustrato de fábula para adultos pensantes de la película en su conjunto, metáfora tanto del odio absurdo, la competencia masculina ad infinitum y la crueldad humana en general como de los cambios y las cicatrices que los años y la misma idiosincrasia de los individuos imponen a una existencia que por momentos parece en control de sí misma y en otras ocasiones se asemeja a un títere en una coyuntura comunal que escapa por completo a su dominio, algo representado en la contraposición simbólica entre el trasfondo heroico del principio, cuando Carrouges le salva la vida a Le Gris en combate contra los ingleses, y el cuasi lirismo de la carnicería desproporcionada del desenlace, instante en el que el primero se carga al segundo a posteriori de que Jacques volviese a negar el asalto sexual contra la hembra, insistencia discursiva por parte del acusado que acrecienta la desconfianza hacia el histeriqueo y la palabra de Marguerite debido a una solidaridad masculina que resurge silente en ese último y muy amargo encuentro entre ambos, choque que marcaría el final de los duelos auspiciados por el Estado Francés -o reconocidos por el aparato legal- y que le daría a Jean sus ansiadas fama y fortuna para eventualmente perderlas cuando su vida se extingue una década después en las cruzadas contra los turcos y concretamente en la Batalla de Nicópolis del 25 de septiembre de 1396, luego del tratado de paz con Inglaterra. En sintonía con el Feraud de Keitel de Los Duelistas, Carrouges lucha constantemente contra la pobreza acechante a pesar de su condición de militar de la capa aristocrática de la fuerza y toma de ejemplo negativo a un Le Gris en el que se resumen los rasgos más repugnantes y pragmáticos del poder, un ventajista que nunca deja de trepar en la pirámide institucional, al punto de pasar por alto a otrora amigos que dice respetar, y un violador autoindulgente que disfraza la arremetida con el ropaje burdo del amor y que es perdonado de inmediato por una Iglesia Católica a la que supo pertenecer y por ello lo cobija alejando cualquier atisbo de perturbación a nivel de su conciencia y su responsabilidad en el hecho, apenas la punta de un iceberg que abarca la disputa destructiva en sí, el circo popular a su alrededor, la farsa del sistema jurídico, el compañerismo deshecho, la hipocresía sexual, el estatuto del placer femenino, la memoria de los abusos sistemáticos, los pormenores de la obediencia debida al superior y desde ya el culto fanático para con valores como la osadía, el orgullo y un honor malsano que se olvida del humanismo y del detalle de que casi nunca vale la pena inmolarse por la contraparte romántica o lo que ella represente, esté ésta cosificada o no…