Pocas cosas son tan inquietantes como las películas sobre exorcismos. ¿Será porque es, o supo ser, una práctica común en la vida real? Si es así, entonces quiere decir que los demonios también andan entre nosotros...
El exorcista es la obra cumbre de este subgénero y del cine de terror en general, pero también hay otro ejemplos, como El exorcismo de Emily Rose y la alemana Réquiem. Estas últimas, basadas en un supuesto caso real de posesión diabólica.
El último exorcismo va por ese lado. Y en clave del recurso más usado (y más efectivo) de los últimos años: el falso documental. Si bien hay grandes obras filmadas de esta manera —REC y su secuela, Cloverfield: monstruo—, ya está empezando a agotarse. Si no, fíjense en la infladísima Actividad paranormal, de la que se viene una segunda parte. Pero el film de Daniel Stamm todavía sabe valerse de la sensación de realismo e inmediatez que permite el formato, logrando momentos de tensión, que a uno se hacen mirar con la cara semitapada.
Teniendo en cuenta que Eli Roth es uno de los productores, podía esperarse un producto decididamente trash, muy extremo y gore, con momentos de humor negrísimo. Pero no hay nada de eso: El último exorcismo funciona como un thriller de suspenso y como un retrato de la vida de los pueblerinos, sus costumbres, sus miserias y sus oscuros secretos. Es más, por momentos amaga con parecerse a una de Harmony Korine que a una de miedo (a veces no hay tanta diferencia). Esto no es una mala crítica, al contrario: le otorga más profundidad a la historia y a los personajes. Sí, hay algo de sangre y violencia, pero muy poca.
También ayuda la casi no utilización de efectos por computadora ni de los otros. El terror es más sugestivo y todo ocurre en una casa, en un ambiente intimista. Una esencia similar a la de El exorcista, que resulta aterradora porque no sucede en un castillo embrujado sino en la casa de uno, en la habitación contigua, en un lugar donde no debería suceder nada malo.
Ah, El último exorcismo nos hace una extraña revelación: los demonios —o las personas poseída, al menos— saben usar filmadoras.