El último traje: “Un viejo amigo es mejor que dos nuevos amigos”.
“Los recuerdos no pueblan nuestra soledad, como suele decirse. Por el contrario, la hacen más profunda”.
Gustave Flaubert
Esta es una historia sobre la memoria; sobre quienes cargan con ella una vida y solo sienten su peso cuando se les atraganta en la vejez, sobre la desdicha del olvido de quienes no saben cuanto puede acarrear tales deshonras. El cierre de un amplio circulo que sujeta la historia de un hombre, la familia, un pueblo. Abraham Bursztein es una vasija rota que pierde de a poco el contenido, mostrando a quienes son testigos del estropicio la cruel naturaleza de las desdichas allí contenidas. Es a ojos del guionista y director, Pablo Solarz, la síntesis de lo que nos está ocurriendo como sociedad, cuando somos capaces de deshacernos de lo viejo sin meditar que en ese objeto hay guardada la historia que nos hace.
Sobrevuelan un silente anciano como, y podríamos referenciar buitres o sobrevivientes sobre los despojos, pero no queriendo pecar de dramatismo literario, diremos que como hijos que sopesan la herencia, la física, la tangible, la que en mayor o menor medida dará un poco de sosiego. La otra, esa que guarda hasta celosamente el anciano, queda arrinconada en la quietud y ensimismamiento del hombre. Uno que cumple con el ritual, sumergiéndose en la vorágine como una roca. Una foto, para saberse celebrado, una coima para no perder el toque. Y la idea de que no todo puede terminar así, que no debe simplemente perderse en los pasillos de un geriátrico como fantasma de algo que fue y nadie advirtió.
Escapar es la solución lógica, para quien se encuentra acorralado, huir hacia la aventura es también sanjar de entrada que no todo es viejo, quieto, manso. Miguel Ángel Solá, al borde del sujeto teatral, crea un anciano que sabrá ganarse el corazón del espectador, quizás porque también es el emblema de lo que tarde o temprano seremos, porque lo traza con cierta melancolía oculta en la habitual irritabilidad de viejo terco, de sabio de calle, de sobreviviente. Crea un sujeto con aristas, capaz de ser la victima y el que odia, de ser una anécdota andante.
El viejo y terminado sastre ahora, en el ocaso, siente que debe pagar una vieja deuda con quien lo salvara. Abraham Bursztein parte en busca de quien lo rescató y para eso la aventura tendrá que tener sus escollos y es cuando la historia parece divagar entre personajes que pudieron pero no les permitieron. Cosas de guion, esas que hacen de los co-protagonistas serviles marionetas para una historia que arrancaba con la fuerza nada menos que de un Abraham en busca de la tumba adecuada. Cuatro son los que facilitarán el reencuentro, un joven y tres mujeres; personajes definidos con cierto encanto del que abrevan seguramente en el viejo simbolismo de la triple diosa. Esas criaturas que son la Doncella, la Madre y la Anciana del hombre. Y serán de alguna manera quienes por fin presten atención a la historia oculta, a la verdad enredada en los erráticos pasos del anciano.
Una road movie podría ser en alguna medida, utilizando el transporte como motor de un cuento que no carece de esa vieja y tan viva sintaxis que ocurre en los cuento yiddish; sencillez, tramas asequible y el humor con cierta causticidad sobre la humanidad y sus reveses y razones. La tragedia del holocausto es el disparador para un repaso, también, de lo que hoy se entiende como tal y que gracias a ese anciano cobra dimensión, en cierta manera, de la tragedia humana que carga.