CINE DE ZOMBIES: MANUAL DE INSTRUCCIONES
Esta crítica podría empezar hablando de cómo George A. Romero dio forma y consolidó a los zombies cinematográficos tal como los conocemos hoy, tomando una figura del folklore haitiano y ubicándola en el medio de una mirada crítica sobre la sociedad norteamericana, pero es algo que se dijo ya muchas veces. Gracias a una sobreexplotación del subgénero zombie hace algunos años, con la serie The walking dead como punta de lanza (y ejemplo perfecto del agotamiento que sigue al éxito masivo, una serie-zombie que se niega a morir del todo), es probable que todo el mundo conozca las características y circunstancias de los muertos vivientes. Estrenar una película de zombies en esta época, entonces, implica dos caminos posibles: buscar algo nuevo en un terreno que luce infértil y cansado, o apartarse de ese estrés y filmar una de zombies de manual, a la vieja usanza, por el puro placer de hacerlo. El último zombi, dirigida por Martín Basterretche, pareciera inclinarse sin demasiadas vueltas por la segunda opción.
Aún con el crecimiento que tuvo en el último tiempo, el cine de terror argentino sigue relegando la figura del zombie a un lugar marginal, con producciones que rara vez salen del amateurismo, como es el caso de la marplatense Perímetro 7. Claro que amateur no quiere decir malo: en 1997 Pablo Parés y Hernán Sáez irrumpieron con Plaga Zombie, una película que costó 600 pesos, dio lugar a secuelas y generó un culto que sigue vigente. Quizás en un afán por salir de lo directamente bizarro, que es lo que predomina en las películas que nombramos (y que parece ser la manera en que los realizadores locales interpretan a estas criaturas), Basterretche encara su historia con la gravedad suficiente para que entendamos que la propuesta es seria. No hay lugar para chistes ni apuntes que argentinicen lo que vemos, porque tanto el guion (escrito por el director junto a Melina Cherro) como la puesta en escena intentan universalizar la experiencia: es una ciudad balnearia de Argentina, pero podría ser una isla en el Caribe o una granja en Pennsylvania.
La historia nos presenta a Nicolás Finnigan (Matías Desiderio), un médico forense que se traslada a Santa Sofía del Mar con la intención de ubicar a un colega desaparecido. Se aloja en una hostería cerca de la playa, donde entra en contacto con los demás huéspedes (una pareja de recién casados, otra pareja “de trampa”, una joven malhumorada que trabaja ahí, y la dueña del lugar, una anfitriona tan servicial como chismosa), y pronto se da cuenta de que están sucediendo cosas extrañas. Fuera de la casa, en un spa cuyos productos parecen ser tóxicos, pero sobre todo adentro, en el piso superior, donde una tercera pareja de huéspedes permanece aislada del resto.
Para Basterretche la fórmula es tan clara como conocida. Después de las presentaciones, lo que sigue es encerrar al grupo de personajes y enfrentarlos a una doble amenaza: por un lado, los zombies que rodean la casa, y por el otro, la manera en que el miedo y el peligro van afectando la convivencia puertas adentro. Decidida a llenar los casilleros del subgénero a reglamento, lo que podría esperarse es que el valor distintivo de la película aparezca por otro lado. En la profundidad de los personajes, en la caracterización de los zombies, en las secuencias de terror, en fin, en la capacidad para trabajar con pericia los elementos habituales.
Ahí es donde El último zombi encuentra sus límites, porque pasada la intriga inicial y la novedad de los ataques (que en vez de morder dejan salir el virus por la boca, lo cual vuelve todo más naif), la narración se estanca en un ping pong de agravios entre los personajes, con la amenaza exterior relegada a un segundo plano. En ese ir y venir de culpas y revelaciones aparece otro problema, ligado a la calidad de las interpretaciones. Antes hablábamos del carácter universal de la puesta de escena, y esa misma ambición se traslada al tono de las actuaciones, aunque al final no queda del todo claro si son así porque aluden a un espíritu clase B, o porque son decididamente flojas. Lo que sí sabemos es que ese tramo, previo al inevitable enfrentamiento final, se alarga demasiado.
Cuando llega el momento, y sabiendo que es probable que ya ninguno de los personajes le interese al espectador, lo que queda es quemar las naves. Podemos decir que el director lo intenta, pero toda la secuencia final da la sensación de que los zombies son viejitos que salieron a caminar a la noche, y en el apuro uno puede chocarse con alguno, pero nada es un obstáculo muy grave. Esa falta de sangre, literal en la pantalla y figurativa en las venas de la narración, termina siendo lo peor de una película que, por otro lado, funciona como homenaje (con ecos obvios al cine de Romero y no tan obvios a películas como I walked with a zombie y The Omega Man) y también como experimento. Esto último en referencia a la posibilidad de replicar un subgénero agotado a nivel internacional, para contribuir a la expansión del género mayor, el terror, a nivel local. Si hace falta o si tiene sentido, lo sabremos más adelante.