El vicepresidente: Más allá del poder

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Un burócrata psicópata en las sombras

El Vicepresidente (Vice, 2018), la última realización escrita y dirigida por Adam McKay, conocido esencialmente por las correctas El Reportero: La Leyenda de Ron Burgundy (Anchorman: The Legend of Ron Burgundy, 2004) y La Gran Apuesta (The Big Short, 2015), es una de las películas más ambiciosas, caóticas e interesantes que haya salido de Hollywood en mucho tiempo, una parodia política exacerbada y nihilista sobre Dick Cheney, un republicano hiper fascista vinculado a la mafia capitalista petrolera yanqui que sirvió como vicepresidente del infradotado de George W. Bush -tan psicópata, conservador y maquiavélico como el propio Cheney- durante casi toda la primera década del Siglo XXI. El trabajo de Christian Bale como el protagonista y de Amy Adams como su esposa Lynne, suerte de Lady Macbeth en el ascenso y consolidación de la posición hegemónica de turno, rankea en punta como uno de los mejores y más meticulosos de sus respectivas trayectorias.

McKay utiliza un abanico de recursos muy vasto para construir una experiencia en muchas ocasiones esplendorosa y muy hilarante que apela al intelecto en vez de al fetiche emocional del mainstream maniqueo de siempre; así nos topamos con diversos flashbacks, hipérboles, intertítulos, planteos burlones, interpelaciones a cámara, una edición bien agitada, algún que otro falso final, mucho material de archivo -tanto web como televisivo- y una buena tanda de locuciones en off por parte de un narrador semi externo, Kurt (Jesse Plemons), un militar norteamericano apostado en Medio Oriente que jugará un rol central en el desenlace. El relato sigue todo el derrotero personal y político de Cheney, empezando en su juventud como un borrachín que abandonó Yale e incluyendo la influencia decisiva de su mujer para que deje el alcohol y comience a trepar de inmediato desde el momento en que ingresa a la Casa Blanca como “interno” durante la administración de Richard Nixon.

La película deja bien en claro que el gran despegue del protagonista en Washington D.C. se produce gracias a su asociación con Donald Rumsfeld (Steve Carell), otro energúmeno republicano cuyo cinismo y anhelo de poder eventualmente terminan sobrepasados por los de su colega Dick. Durante la presidencia de Ronald Reagan el susodicho se hace de un escaño en la Cámara de los Representantes, en la administración encabezada por George H. W. Bush muta en Secretario de Defensa en ocasión de la execrable Guerra del Golfo y durante el mandato del demócrata Bill Clinton el camaleón de Cheney se transforma en CEO de Halliburton, una de las multinacionales petroleras más grandes y corruptas del planeta; lo que por supuesto explica su obsesión con acumular autoridad/ capacidad de autonomía como vicepresidente -el más poderoso de la historia estadounidense, sin dudas- y su lobby sutil en pos de las invasiones a Afganistán e Irak utilizando como excusa a los atentados del 11 de septiembre de 2001 para hacerse de las reservas petroleras del país, justo como si se tratase de un operador político cualquiera de alto perfil que dobla los hilos para su único beneficio (su telaraña de influencias se extendió por todo el enclave público).

A diferencia de otras tantas propuestas timoratas que buscan “humanizar” al mamarracho impresentable y despótico en cuestión, sea éste republicano o demócrata (aquí estos últimos también son objeto de dardos variopintos al paso), El Vicepresidente no se guarda nada en su denuncia contra Cheney -y contra casi toda la administración de Bush hijo, por cierto- en tanto genocidas a conciencia responsables de miles de muertes provocadas por las intervenciones bélicas en Medio Oriente y el ascenso subsiguiente al poder del Estado Islámico/ ISIS. Asimismo el film pone de manifiesto la violación constitucional volcada al absolutismo, la práctica consensuada de la tortura por parte de las tropas de ocupación, la vigilancia/ espionaje masivo sobre la población yanqui, el nuevo marketing de la derecha para la manipulación, y finalmente la corrupción y connivencia de los funcionarios estatales con las compañías privadas vinculadas al negocio de la reconstrucción y el saqueo de hidrocarburos en las naciones devastadas. Ayudado además por unos geniales Steve Carell como Rumsfeld y Sam Rockwell en la piel de George W. Bush, McKay crea un pantallazo oportuno y anárquico del fascismo ridículo actual y sus tristes burócratas en las sombras…