Más corazón que odio
Luego de Carancho (un film de género, un cuasi policial negro con un gran atraco y un golpe calculado hacia el final), Pablo Trapero retoma el camino abierto en Leonera: una película de evidente corte social, con un microclima fuertemente marcado. Elefante Blanco cuenta la historia del padre Julián (Ricardo Darin), un sacerdote católico que trabaja en una de las villas de Capital Federal y recibe a Nicolás (Jeremie Renier), un presbítero francés, más joven, que se suma a su labor de base. Luciana (Martina Gusman) es una asistente social que desarrolla su profesión codo a codo con Julián desde hace años, enfrentando las problemáticas subyacentes del lugar.
Trapero es uno de los mejores directores (sino el mejor) del cine argentino actual en términos de puesta en escena. Parte de un piso de calidad, un estándar, al que no puede acceder casi ningún colega con la regularidad, al menos, que él lo logra. Cuenta en su relato con una soberbia fuerza narrativa que se juega en cada escena: todas muy justificadas y elaboradas.
El arranque, la secuencia inicial antes de los títulos, es un ejercicio de cine puro. Casi sin diálogos, muestra como el personaje de Jérémie Renier escapa a la matanza de una población indígena, por parte de grupos narcos, en la selva boliviana. En paralelo, Ricardo Darín se dirige al mismo sitio para rescatarlo maltrecho y llevarlo hacia su barrio, donde le ofrece asilo y trabajo pastoral. El peso de la secuencia planta, desde el vamos, las distintas miradas frente al conflicto futuro que tendrán los protagonistas ¿Se puede enfrentar, con acción social, el poder de los grupos narco en el lugar? ¿Cómo balancear este trabajo entre el poder de la fuerza policial y la burocracia eclesiástica?
Hay un obvio paralelismo entre Leonera y Elefante Blanco. En ambos casos, el director "encierra" al espectador dentro del ambiente opresivo, con una acertada utilización de la puesta en escena. En el caso de Leonera, en la cárcel; aquí, en el barrio. Por momentos, se transforma en un film claustrofóbico, planteado desde el primer plano secuencia (una maravilla) donde, desde la estructura del viejo proyecto de hospital (el famoso Elefante Blanco del barrio 15 de Lugano) la cámara sigue sin cortes a los personajes hasta la capilla, como presentación de la villa al personaje de Renier. Es un gran preludio narrativo para repetir la experiencia con el mismo personaje, pero esta vez será en una instancia más oscura: deberá acceder al sector de uno de los bandos de narcotraficantes para reclamar un cadáver.
Si vale la comparación (¿y por qué no?) el primer cine de Martin Scorsese, el de Calles salvajes, estaba muy influenciado por las libertades del cine francés y el nuevo documental, allá, por inicios de los años '70. Sus planos siempre siguen a los personajes y establecen una mirada desde sus puntos de vista (De Niro, Harvey Keitel). Los retrata con una cámara móvil, que registra el ambiente de acción (en ese caso, una Nueva York violenta y oscura). Hay algo de esa estética narrativa en la película de Trapero. La cámara, casi siempre, está a la altura de los hombros de los protagonistas. Vemos la villa como la ven ellos. Y contamos con las diferentes miradas: Renier, por un lado, Darín, por el otro. Un mismo lugar, dos registros diferentes.
Más allá de estos hallazgos, hay algo fundamental en la película de Trapero que quizá sea lo más importante a destacar: no estetiza la miseria. No soy amigo de films como Ciudad de Dios, un videoclip de las favelas. En Elefante Blanco todas las escenas parecen iluminadas optimizando la luz natural, algo que fija el registro desde el mundo real. Se centra en la historia de los personajes en su contexto. No hace de ese contexto una estilización obscena.
Los registros actorales son todos excelentes: Ricardo Darín confirma su impresionante ductilidad para hacer creíble a cualquier papel que encarne. Martina Gusmán está muy sólida en su personaje y Jérémie Renier logra una performance muy medida, alejándose de los posibles estereotipos del cura foráneo en suelo latino. Quedará para pensar y decidir por parte del espectador si está de acuerdo con la suerte y el destino que se otorga a cada uno de los protagonistas, algo que, por momentos, puede resultar un poco forzado por la misma complejidad del relato que transitan. Pero eso, desde ya, es de lo que se trata el cine: de contar buenas historias.