En la superficie, un cuento negro sobre un crimen de clase, de acento chabroliano, pero inequívocamente ruso. Por detrás, claramente visible o filtrándose en los detalles, el retrato frío, implacable, riguroso y ácido de la nueva Rusia del libre mercado y el consumo, del hedonismo y la violencia, del dinero como valor supremo cuando no único y de los nuevos ricos cada vez más ricos y los nuevos pobres cada vez más desahuciados.
Elena, la mujer en el centro de este relato, está entre los dos mundos. De origen proletario, fue enfermera durante largo tiempo, y en esa función, cuando ya había enviudado, conoció al hombre rico, bastante mayor que ella y también viudo con el que ahora está casada. La admirable secuencia inicial expone con elocuencia no sólo la holgada posición económica de que disfruta el matrimonio, sino también, y muy especialmente, el papel que cada uno juega en la relación: paciente y enfermera son ahora marido y mujer y el trato es cordial, pero ella sigue estando a su servicio: la diferencia subsiste.
La escena del desayuno compartido alcanza para destapar el origen del conflicto. Los dos han tenido hijos en su primer matrimonio. Vladimir, una mujer, la snob y rebelde Katia que poca atención le presta a un padre que mira, cuando lo hace, con insolente ojo crítico. Elena, un varón, el desempleado, holgazán y tosco Serguei, ya casado y padre de dos hijos, uno de ellos adolescente. Viven en un barrio obrero cerca de una central nuclear en las afueras de Moscú, a la que va a visitarlos Elena apenas cobra su jubilación: sin su apoyo financiero ni siquiera sobrevivirían. Pero esa modesta ayuda ya no es suficiente cuando llega para el nieto la hora de decidir entre la facultad y el ejército. El problema es que optar por la universidad, como pretende el muchacho no precisamente por su inclinación hacia el estudio sino por su rechazo a cualquier disciplina -es un tipo rústico y violento-, implica una inversión cuantiosa que Vladimir no parece dispuesto a aportar para socorrer a una familia que no es la suya. Está visto que las oportunidades no son las mismas para todos. La sumisa Elena, bajo cuyo manso y sufrido rostro sólo por momentos se percibe la fortaleza que la emparienta con algunas clásicas heroínas rusas, se encargará de corregir esa desigualdad.
FATALIDAD
El riguroso lenguaje de Andrei Zvyagintsev, justamente considerado uno de los grandes creadores del cine ruso desde su excepcional debut con El regreso , describe en elegantes planos secuencia el extenso y frío lujo del piso de Vladimir y lo opone a la promiscua estrechez del departamento del hijo, expuesta en una sucesión de planos fijos. Son dos mundos diferentes, dos caras de una sociedad dividida, irreconciliable. La perspectiva no es el encuentro sino el choque, quizás el crimen.
El ritmo que marca la propia estructura narrativa y subraya la música repetitiva de Philip Glass contribuye desde el principio a generar la sensación de que fatalmente algo va a transformar la vida de estos personajes, que pueden ser brutales, pero cuya humanidad es incontestable. El suspenso no necesita de efectos ni subrayados; crece con el fluir de las situaciones. Zvyagintsev extrema la economía de su lenguaje.
Elena es un film denso y compacto, que trabaja en diversos niveles y se abre a múltiples lecturas. Formalmente admirable, carece de moralizaciones, porque se limita a observar los comportamientos sin promover empatías ni impulsar juicios, y resulta así más provocativo y cuestionador. Y tiene además intérpretes enormes en su cuarteto central, encabezado por Nadezhda Markina, formidable protagonista.