Un manto de provocación y perversidad
El regreso al cine del enorme Paul Verhoeven no podría haber sido mejor ni más oportuno, considerando la tibieza del mainstream actual: el holandés apabulla con una propuesta impredecible que hace de un enfoque distante e irónico su mayor fortaleza…
Dentro de la carrera de Paul Verhoeven, sin duda uno de los más grandes iconoclastas del séptimo arte, Elle (2016) califica como una anomalía retro porque el realizador viene de un período dominado por propuestas de género con una fuerte incidencia por parte del mainstream hollywoodense y las estructuras tradicionales, más allá del hecho de que el señor siempre introduce sus típicos detalles satíricos, mucha exuberancia retórica y demás marcas registradas de su autoría. Su regreso al candelero internacional luego de una década de silencio -si no contamos el mediometraje experimental Steekspel (2012)- no llega a superar a El Libro Negro (Zwartboek, 2006), una de sus numerosas obras maestras, pero consigue posicionarse con comodidad entre lo mejor del cine reciente, ahora ofreciéndonos una película que nos reenvía a los primeros años de su trayectoria, aquellos signados por una extraordinaria apertura hacia el drama, el romance sadomasoquista y la comedia negra.
Como si se tratase de una prima muy lejana de Delicias Turcas (Turks Fruit, 1973) o Keetje Tippel (1975), aunque con una dosis decididamente menor de semen, sudor y sangre, el último opus del maestro apuesta a un relato contenido pero ambicioso que gira en torno a Michèle Leblanc (Isabelle Huppert), la cabeza de una exitosa compañía de videojuegos y eje de una colección de subtramas que se pasean por su familia, sus lazos laborales, sus relaciones sentimentales y hasta el vecindario parisino donde reside. En esta oportunidad la irreverencia característica del director se da cita de manera más sutil y solapada, ya no tanto haciendo estallar los clichés, la mojigatería política y las zonas de confort de la industria que lo cobija -no importa la etapa considerada porque hablamos de una disposición de izquierda que siempre lo acompañó a lo largo de toda su producción- sino a través de la misma arquitectura narrativa y las “acentuaciones” tragicómicas de un abanico fascinante.
Precisamente, es en la figura de una Huppert irrefrenable en la que Verhoeven se ampara para incluir sus obsesiones de antaño: mientras que la actriz se regodea en una frialdad descontracturada y sardónica que evita los lugares comunes del registro interpretativo de las epopeyas de esta índole, los límites entre la vida pública y la privada se van borrando a medida que las afinidades de un campo perpetúan su accionar sobre el otro, creando una amalgama en la que las inseguridades y anhelos de todos los personajes quedan a flor de piel en las situaciones menos esperadas. Si bien el puntapié inicial del film es la violación de Michèle por parte de un enmascarado que irrumpe en su domicilio y prácticamente no deja espacio para la respuesta, el recorrido posterior apenas si se vinculará tangencialmente con los mecanismos del thriller porque el guión de David Birke -a partir de una novela de Philippe Djian- está más interesado en construir un retrato totalizador de la protagonista.
l desfile de secundarios es más que generoso y abarca una amplitud insospechada (madre, hijo, ex pareja, amiga/ socia, nuera, amante, vecinos, subalternos en la empresa, etc.), no obstante ninguno queda “colgado” en el desarrollo y hasta algunos terminan ubicándose en una posición de privilegio dentro del devenir general (la historia invariablemente utiliza la dialéctica en mosaico para examinar el derrotero de Leblanc luego del ataque desde todo punto de vista, haciendo foco en el ámbito afectivo y en su particular idiosincrasia como mujer). Considerando el desapego del personaje principal para con su propia tragedia y cierta malicia -muy jocosa y punzante- hacia su entorno, debemos aplaudir la inteligencia del realizador y su pulso firme en lo que respecta a la entonación del relato, un esquema insólito que juega con la clásica investigación del subgénero “violación y venganza” pero al mismo tiempo sin asignarle un papel preponderante y subrayando el entramado psicológico.
La yuxtaposición de las diferentes dimensiones de la vida de Michèle desarma las certezas que podríamos acumular y complejiza su carácter, lo que en términos prácticos nos aleja de aquella lectura del film noir supeditada a la hipérbole sexual y la parodia del Hollywood bobalicón a la que estábamos acostumbrados, pensemos por ejemplo en El Cuarto Hombre (De Vierde Man, 1983) y Bajos Instintos (Basic Instinct, 1992), y nos acerca a lo que sería una exégesis verhoeveniana de la obra de Claude Chabrol y Alfred Hitchcock, aunque con una clara preeminencia del primero. El poderío de Elle reside en una vehemencia todo terreno, en su imprevisibilidad y en esa tendencia a llamar a las cosas por su nombre, otra de las maravillosas consecuencias de la influencia que ha tenido el porno en la carrera del holandés: el septuagenario director nos vuelve a repetir que lo que necesita el cine es un manto de provocación y perversidad, dos ítems que hoy revitalizan un panorama anodino…