El rock de la cárcel de oro
Y finalmente Baz Luhrmann estrenó su biopic sobre Elvis Presley (1935-1977) luego de ocho años de planificación, Elvis (2022), y el resultado sigue esa estela de mediocridad tonta e hiper lustrosa que sintetiza su carrera, no obstante vale aclarar que el film supera a los dos bodrios inmediatamente previos del director y guionista, Australia (2008) y El Gran Gatsby (The Great Gatsby, 2013), y a aquella horrenda serie que craneó para Netflix, The Get Down (2016-2017), lo que nos deja con un nivel de calidad similar al de la Trilogía de la Cortina Roja, léase las huecas Estrictamente de Salón (Strictly Ballroom, 1992), Romeo + Juliet (1996) y ¡Moulin Rouge! (2001), obras empapadas en el lenguaje de la publicidad y los videoclips que utilizaban de herramientas retóricas a los tres pilares fundamentales del cine del australiano, el baile, las palabras/ la poesía y la música anacrónica. Es con respecto a El Gran Gatsby donde se nota más la diferencia y/ o la superación estilística, basta con pensar que aquella mamarrachesca reinterpretación de la célebre novela homónima de 1925 de F. Scott Fitzgerald caía muy por debajo de la elegante lectura cinematográfica de 1974 de Jack Clayton, con Robert Redford en la piel del personaje titular, y licuaba de manera burda el encanto melancólico del libro, por ello mismo no soporta comparación alguna con los pasajes más inspirados, amenos o quizás apenas potables de Elvis, propuesta que de todos modos arrastra las compulsiones de un Luhrmann que recupera la algarabía de sus tres primeras películas durante la primera parte del film, esa que cubre los años mozos de Presley, para después bajar las revoluciones narrativas en la segunda mitad de la faena, la correspondiente a una madurez que también trae a colación la crisis terminal del legendario cantante y su fallecimiento a la temprana edad de 42 años en paralelo al estallido del punk de la mano del querido Never Mind the Bollocks, Here’s the Sex Pistols (1977), el único disco de Sex Pistols, movimiento vanguardista de idiosincrasia iconoclasta y bases rockeras conservadoras que precisamente le debía mucho a estos pioneros del rubro de los años 50.
El primer problema de la película, uno bastante paradójico por cierto, es anunciar desde el título que el núcleo principal será el inefable Rey del Rock and Roll cuando la perspectiva omnipresente es la de su manager, el Coronel Tom Parker, interpretado por un Tom Hanks demasiado caricaturesco, banal y con kilos de maquillaje y prótesis en su cuerpo para tratar de duplicar la contextura física fornida del susodicho, en esencia un estafador holandés hiper oportunista que se quedaba con la mitad de los ingresos del músico y lo convenció de aceptar el servicio militar entre 1958 y 1960, filmar una catarata de películas lamentables en Hollywood durante la década siguiente y renunciar a jugosas giras mundiales en pos de una interminable serie de tours norteamericanos y actuaciones en hoteles y casinos de Las Vegas, manipulación que se explica no sólo por el típico parasitismo de los representantes sino por la ludopatía de Parker, las deudas millonarias contraídas y el miedo a no poder reingresar a los Estados Unidos si dejaba el país porque su nombre verdadero era Andreas Cornelis van Kuijk, no tenía pasaporte y nunca pudo “solidificar” del todo su condición autoinventada de ciudadano norteamericano. Luhrmann, por el otro lado, sí hace un buen trabajo fichando al poco conocido aunque ya veterano Austin Butler como Elvis, un actor televisivo de largo devenir que participó en Los Muertos no Mueren (The Dead Don’t Die, 2019), de Jim Jarmusch, y Había una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019), de Quentin Tarantino, y que se destaca cantando aquellas canciones de juventud y haciendo la mímica para los temas de la adultez, en los que se conserva la voz de Presley, logrando en suma un buen desempeño dentro del margen de lucimiento siempre acotado que deja el realizador por una pirotecnia visual que en algunas ocasiones transforma a los intérpretes en simples maniquíes sin alma, hoy por hoy haciendo un paneo por el “Elvis rebelde” de la radicalidad adolescente de los 50, el “Elvis estrella de cine” de los 60, el “Elvis comprometido con los derechos civiles” de 1968 y el “Elvis crooner” de los 70.
Luhrmann, todavía creyéndose una especie de mixtura de Bob Fosse y Ken Russell, de Vincente Minnelli y Federico Fellini, de Alan Parker y Tony Scott, tranquilamente podría haberse centrado sólo en Elvis -sin intermediarios ni filtros narrativos- para ahorrarnos las redundantes locuciones en off de Parker y retenerlo como el villano del periplo profesional del nacido en Tupelo, Mississippi, acontecimiento que inspiró Tupelo, estupenda canción de 1985 de Nick Cave and the Bad Seeds, y fallecido en Memphis, Tennessee, suceso que llevó a John Lennon a considerar al Presley sobreexplotado de Las Vegas como “ejemplo negativo” por antonomasia dentro del show business de la música. Como decíamos con anterioridad, la primera mitad de las más de dos horas y media de duración total es quizás la menos interesante porque allí Baz entrega un resumen prolijo pero hiperquinético, naif y algo previsible para aquellos que conocemos de sobra la carrera del Elvis, una y otra vez interrumpiendo las canciones mediante un montaje que recupera latiguillos de antaño como la pantalla dividida, los textos sobreimpresos, los movimientos permanentes de cámara, el exceso de planos, la poca paciencia expositiva/ descriptiva, las superposiciones y demás trucos que lo llevaron a ganar el hilarante rótulo de ser el “Michael Bay de los musicales”, algo así como un hipotético Uwe Boll australiano especializado en cine posmoderno berreta que resulta exitoso en taquilla aunque con realizaciones igual de malas que las del alemán. La segunda parte del relato, ya en el Estado de Nevada, levanta mucho la puntería porque allí el guión del director, Sam Bromell, Craig Pearce y Jeremy Doner logra justificar en parte el enfoque desde los ojos y el sentir maquiavélico de Parker debido a la intención del Coronel de saldar sus deudas de juego y prolongar las giras domésticas todo lo que pueda para evitar el mentado tour internacional, panorama que desencadena interesantes escenas de disputas entre ambos que nos hacen olvidar que el Elvis de carne y hueso era un genio a escala musical y un ignorante absoluto en materia política, humana, comunal e ideológica.
Honestamente resulta un poco patético que esta biopic, a la vez artificial, entretenida y algo mucho decepcionante, termine siendo superada por la película para televisión del mismo título de 1979, obra dirigida por John Carpenter y protagonizada por Kurt Russell como Presley que tampoco era gran cosa pero por lo menos no tenía los problemas dramáticos de toda odisea de Luhrmann, amigo de las montañas rusas sensoriales que caen en la grasitud formal, el costado superficial de los videoclips, la belleza de cartón pintado de la publicidad y el marketing y ese fetiche involuntariamente gracioso con la incorporación de chispazos de hip hop que se sienten muy fuera de lugar, casi siempre a través de esas insoportables e innecesarias “canciones puente” entre secuencia y secuencia de parte de gente que tampoco calza con el proyecto en general como Doja Cat, Eminem, CeeLo Green, Swae Lee, Diplo, Måneskin y tantos más. Elvis por suerte corrige la manía anacrónica de su realizador -y su propensión a trabajar con fragmentos de canciones, casi nunca con temas completos por más que la duración promedio de los exponentes del rockabilly inicial era de dos minutos- en las escenas correspondientes al Comeback Special de 1968, donde sí aprovecha como es debido If I Can Dream, el primer show en Las Vegas de 1969 en el International Hotel, con Suspicious Minds como caballito de batalla, y el último recital de 1977 en el Market Square Arena de Indianapolis, evento del que se retoma directamente un registro documental para la mítica versión de Unchained Melody, sin duda el pináculo emocional del film. Así como se agradece la presencia de B.B. King (Kelvin Harrison Jr.) y Little Richard (Alton Mason), molesta un poco el rol algo inflado en pantalla de Priscilla (Olivia DeJonge), esposa púber a la que conoció durante su conscripción en Alemania cuando ella tenía 14 años, y el relativo poco peso dado a la madre, Gladys (Helen Thomson), más sabiendo del Complejo de Edipo del cantante y el rol desdibujado de su padre, Vernon (Richard Roxburgh), también siempre controlado por Parker, su “cárcel de oro” y su estrategia de presión afectiva y económica…