Blanca como el alabastro.
Definitivamente Moby-Dick de Herman Melville es una de las novelas más peculiares del romanticismo norteamericano: durante gran parte de su extensión se asemeja más a un tratado acerca de la caza de ballenas que a un retrato de la lucha del hombre contra la naturaleza o la simple crónica de aventuras, las cuales a su vez están relatadas con una infinidad de floreos discursivos con reminiscencias de William Shakespeare. Muy pocos saben que el neoyorquino de hecho se inspiró en varios casos similares, entre ellos el más importante y afamado fue el del hundimiento del Essex, uno de los tantos navíos que se dedicaba a la extracción de aceite de cachalote o espermaceti, una de las actividades más prósperas del siglo XIX gracias a los múltiples usos de la sustancia en cuestión (en especial se lo utilizaba como base de muchos productos de las industrias energética y farmacéutica).
La nueva película de Ron Howard, En el Corazón del Mar (In the Heart of the Sea, 2015), está basada en el libro homónimo de Nathaniel Philbrick, un trabajo de “no ficción” que narra los pormenores del derrotero del Essex, no obstante el guión de Charles Leavitt -en otra de esas típicas estrategias comerciales de Hollywood- recurre a su condición de “tragedia que inspiró a Moby-Dick” e introduce al propio Melville dentro de la historia (interpretado por Ben Whishaw), mediante el ardid de estar escribiendo su mítica novela y de solicitar un repaso de los acontecimientos a Thomas Nickerson (Brendan Gleeson), un señor mayor en la actualidad de 1850 y un joven tripulante del Essex en 1820. Hasta cierto punto duele reconocerlo pero lo que podría haber sido una digna sucesora de la genial Rush (2013) termina cayendo en los mismos inconvenientes de los opus de antaño del realizador.
El film desde el comienzo aclara que todo se reduce a la tensa relación entre el Capitán George Pollard (Benjamin Walker), perteneciente a la aristocracia ballenera de la Isla de Nantucket, en Massachusetts, y el Primer Oficial Owen Chase (Chris Hemsworth), de familia campesina y con muchísima experiencia en alta mar. Mientras que la primera hora del metraje abarca las pugnas entre ambos en el marco del periplo y el ataque del cachalote de rasgos psicopáticos de turno, la segunda mitad es un relato de supervivencia centrado en los tripulantes del barco que lograron salir con vida del “percance”. Si bien Howard, un verdadero veterano del séptimo arte, aprovecha su talento a nivel visual, ese que ha ido puliendo de manera escalonada a lo largo de las décadas, lamentablemente no le alcanza para compensar la insignificancia de la dimensión conceptual y la pobreza de los diálogos.
Salvo escasas excepciones como sus colaboraciones con el guionista Peter Morgan -la susodicha Rush y Frost/Nixon (2008)- y alguna que otra anomalía que nos regaló con el transcurrir de los años -pensemos en la maravillosamente desquiciada Willow (1988) o en la poderosa Las Desapariciones (The Missing, 2003)- el director por lo general tuvo una carrera prolífica que promedió hacia abajo, no tanto por su desempeño específico detrás de cámaras sino más bien debido a su predilección por los productos mainstream melosos o conservadores y la poca carnadura de la mayoría de los guiones que le ha tocado filmar. El trabajo en papel de Leavitt desperdicia la interesante dinámica entre los personajes de Walker y Hemsworth (éste último está excelente como el líder natural de la expedición) y presenta muchas secuencias sin conexión dramática entre sí (la odisea se termina licuando).
Teniendo como precedentes películas de la talla de Moby Dick (1956) de John Huston o Capitán de Mar y Guerra (Master and Commander: The Far Side of the World, 2003) de Peter Weir, el equipo responsable de En el Corazón del Mar debería haberse molestado en construir una epopeya más coherente y menos morosa en su desarrollo, caracterizada por baches en los que no se define la idiosincrasia de los marineros. Otro problema, si se quiere menor, pasa por la falta de equilibrio entre las escenas “tradicionales” y las de acción sustentadas en CGI, un obstáculo que el británico Anthony Dod Mantle corrige con inteligencia desde una fotografía de colores furiosos. En suma, estamos ante una alegoría trivial y fallida sobre la inconmensurabilidad de la naturaleza, representada en esa ballena tan blanca como el alabastro, ejemplo del castigo que merece el hombre por su codicia…